Alonso Quijano se creyó caballero andante y con el nombre de don Quijote se echó a los caminos a enderezar entuertos y proteger a los débiles. Lo animaba un propósito noble.

Fran Nicolás, un joven de 20 años vinculado a los círculos del PP, se inventó una vida de influencias, se codeó con los empresarios y políticos más influyentes, se hizo pasar por agente del CNI y consejero de la Casa Real, y hasta consiguió estafar 25.000 euros. Ha sido detenido al comprobar que andaba pidiendo comisiones a terceros a cambio de mediar en la concesión de licencias.

Ambos se inventaron una vida, se imbuyeron en un personaje y terminaron confundiéndose con ese personaje. En términos teatrales, podríamos decir que llevaron el método Stanislavski hasta sus últimos extremos. Entre los dos, sin embargo, hay un diferencia esencial, la que separa al soñador del farsante.

En Quijano encontramos heroísmo, utopía, afán de justicia. Valores de otras realidades que él quiere aplicar a la suya. Su fracaso es rotundo. El pequeño Nicolás, como ya se le conoce, en cambio, se confunde con su época, que es la nuestra, la del pelotazo, el enriquecimiento rápido, la corrupción, las falsas apariencias. Es la viva caricatura de este sistema que se desmorona.

Farsantes en nuestra historia ha habido muchos. Desde aquel ridículo Franquito, así lo llegó a llamar su padre, que se creyó Caudillo por la gracia de Dios; pasando por Luis Roldán o Jordi Pujol, en la Transición; hasta Blesa y Rato, en el régimen de descomposición actual. Roldán se inventó títulos universitarios y llegó a dirigir la Guardia Civil. Cargo que le sirvió para amasar una considerable fortuna que no ha sido devuelta.

Enfundado en una bandera patriótica, Pujol gobernó veintitrés años Cataluña, apelando a la ética y a la supremacía moral de su causa. Eso mientras defraudaba al fisco y amasaba millones de dudosa procedencia en paraísos fiscales.

Blesa y Rato, tanto monta, monta tanto, se lanzaron, por su parte, sin más preámbulos, al saqueo de las Cajas de Ahorros, que es lo que se ha llevado en los últimos años. Probablemente, el escándalo de las tarjetas no sea más que la punta del iceberg de una corrupción generalizada del sistema financiero que lo ha llevado a la quiebra y a su posterior rescate con miles de millones de euros de fondos públicos. La farsa, además, se transforma aquí en tragedia, porque la estafa es doble. Un flamante exvicepresidente económico del Gobierno y exdirector del Fondo Monetario Internacional, y un indocumentado inspector de Hacienda, protegido de Aznar, convertidos en carroñeros, no sólo desvalijaron el Banco con sus sueldos millonarios y sus tarjetas negras repartidas entre los consejeros para comprar voluntades, sino que arruinaron miserablemente con las participaciones preferentes a miles de pequeños ahorradores, la mayor parte de ellos pensionistas.

No se explica la jueza, en el caso de Fran Nicolás, cómo un joven de 20 años, con su mera palabrería, pudo acceder a lugares y actos tan importantes (del PP, de las FAES, de la Casa Real) sin despertar ninguna alarma. El informe forense ve en él «una florida ideación delirante de tipo megalomaniaco».

La respuesta quizá sea más sencilla de lo que parece. En este país, hace ya demasiado tiempo que no saltan las alarmas que no sean las de siempre. Que demasiados farsantes políticos y económicos campan a sus anchas urdiendo chanchullos floridos y megalomaniacos para forrarse, ante la pasividad de algunos y la complicidad de otros. Cómo explicar si no la ceguera ante la especulación urbanística de los años anteriores a la crisis, el enmudecimiento ante dudosas operaciones político-financieras, los desmanes de la Casa Real. Y eso que los farsantes siempre van dejando por donde pisan un rastro de delirante megalomanía.