Hay un joven admirador de Alejandro Agag que asombra estos días por su brillante currículo de impostor, del que dan muestra fotografías ante el rey y junto a Aznar y testimonios de un alcalde al que le prometió una mariscada con Felipe VI y logró todo excepto la presencia del monarca. Maldito resultadismo. Vale, no hubo rey pero sí restaurante, prensa, policía, coches de alta gama, guardaespaldas, algún empresario y el joven organizador.

Parece que la experiencia que dan los años ayuda a distinguir al profesional del impostor, al original de la copia, pero no es así. Cuesta diferenciar el periodismo de la propaganda y la inspección oficial de la instalación del gas de la del estafador.

Maldito resultadismo, sí, y maldita verdad, gemela de las apariencias. El veinteañero Frank sabía a quién dirigirse y qué ofrecerle. Tenía un modelo existente, Agag, pero no era Agag. Sabía que los reyes atraen a los políticos y a los empresarios, aunque a veces no sepan para qué, y que el marisco marida bien con esas situaciones. Sabía lo que hay que saber y era capaz de desarrollarlo pero conseguirlo todo no estaba en sus manos. Frank habría sido mucho más feliz que Rodrigo Rato haciendo sonar la campana de la salida a Bolsa de Bankia, pese a que al que fue vicepresidente del Gobierno se le ve achinado por la sonrisa y con el pulgar alzado en señal de logro. Rato, que había logrado la mayor operación de integración bancaria española con siete cajas de ahorro construidas con ladrillo podrido, llamaba a la mayor oferta pública de suscripción de acciones. A cambio de uno de los mayores salarios de los directivos de cajas (2,3 millones de euros anuales, otros ingresos aparte) se hacía responsable de lo que el Fondo Monetario Internacional „donde Rato había representado el papel de director gerente„ declaró como el mayor peligro del sistema bancario español.

Con estos ejemplos ¿qué van a aprender los chavales?