Una tormenta de arena me despidió ayer de la playa. El viento posó una capa nueva de finos y uniformes granos sobre el suelo, que no borran los recuerdos ni del último ni de los anteriores veranos. Cien años hubiera cumplido este septiembre mi abuela Josefa, a cuyo regazo vivimos los primeros y adolescentes estíos. Con las calles empedradas, el final de la siega abría las fiestas de San Pelayo. Cohetes, bollos, toros y música aún no de baile dieron paso a los primeros escarceos, el rocío de la madrugada y las rondas interminables de vinos y pitillos. El destino hace que hoy todos de esa cuadrilla estemos perdidos, pero aquellos días y noches aún perviven. Ya con hijos y en esta Murcia que nos acoge, la playa tornó de azul y amarillo los verdes prados de Castilla. Nuevos amigos, que parten a sus cubículos cuando acaban los estímulos: el agua sobre la cara, el viento fresco, la sal en la pituitaria y el mismo sonido de fiesta. Largas jornadas de nada, de vagar entre sombrillas, dibujar sobre la arena y terminar novelas de intriga. Hoy desde el wassap un loco ha abierto dos grupos, llamados ambos ´Siempre en verano´; que mezcla, como en una orgía de los sentidos, los escenarios y las fechas, Valladolid y Murcia, la niñez con la madurez. Sólo el verano y su recuerdo obra el milagro de ayudarnos a pasar y soportar el otoño e invierno de nuestras vidas.