Al atardecer el sol atraviesa las montañas, que, iluminadas por dentro, parecen hechas con papel de calco. Así es como imagino que actúa el tiempo sobre las personas que conocimos en un trecho de sus vidas. Lo que en un instante brilló incandescente, al avanzar el día se vela hasta volverse opaco. Durante un tiempo están a plena luz y podemos verlos con tanta claridad y desde tan cerca que creemos conocerlos sin dobleces. Es provisional pero vivimos con la ilusión de que lo que vemos permanecerá como algo que nos pertenece.

En esos momentos, bajo la ilusión de que solo se tiene el presente, uno cree vivir exclusivamente de los sentimientos, haciendo caso omiso a quien le dice que eso no es vivir de verdad. Puede parecer un sueño, pero si no es real, al menos es irrepetible y quedará alojado en algún lugar de una vida compartida. Una ciudad, una habitación, una mirada. Con la tenue luz de la tarde, ella pintaba un cesto de frutas, con una copa de vino en el suelo junto al caballete. Ensimismada como estaba, no oyó la puerta y cuando levantó la mirada él ya había entrado.

Al cabo de los años nos preguntamos si aquello fue real y qué quedará de la imagen que vimos, del trozo de vida que pudimos tocar. La realidad puede con todo. Abriendo un enigma detrás de otro es capaz de derribar los muros más fuertes. Y lo que parecía liso como una piedra se llena de grietas que nos plantean nuevos interrogantes. La amistad crece lentamente y el tiempo es corto. Pero mientras dura, en cada pliegue la imagen congelada vuelve a encenderse desde dentro y la ilusión cobra vida. Las montañas se transparentan otra vez como recuerdos escritos en papel de calco.