Vivimos tiempos extraños. Parece como si tras representar una obra de teatro, el reparto al salir a saludar al público hubiese quedado atrapado entre el pesado telón que cubre el escenario y la sala aún envuelta en una densa oscuridad; sólo un débil foco ilumina el proscenio que los actores sienten como un espacio siniestro, sin salida, una tierra de nadie donde pasado y futuro han desaparecido y sólo queda un presente perpetuo.

Qué hacer. Esa es la pregunta que se hacen millones de personas cada día ante la certeza de que todo lo que poseen o les rodea es fútil; que todo en lo que creyeron y por lo que lucharon carece ya de significado. Se sienten vulnerables, huérfanos de toda esperanza y cautivos de un tiempo que parece transcurrir en su contra y oculta la amenaza permanente de la desgracia.

Quizás estas mismas sensaciones (o parecidas) las sintieran nuestros antepasados en momentos igualmente atribulados, pero hoy no sirve de alivio tal certeza sobre todo cuando comprobamos con decepción que no hemos aprendido las lecciones de pasadas tragedias. Creemos ser presa de la codicia ajena cuando quizás deberíamos reflexionar sobre cuánto influye la propia en esa componenda.

La avaricia es nuestro pecado original. Nadie se conforma con lo que tiene y, por medios más o menos éticos, aspiramos a obtener más riqueza. Constituimos el enorme reparto de la lucha secular entre la fortuna y la miseria; el gran zoco del capital donde ricos y pobres se necesitan y se desprecian.

La idea del capital como catalizador de la Historia vuelve a adquirir sentido en unos tiempos como los actuales, en los que huérfano de filosofía el mundo se rinde a los impulsos del dinero. Pero se cometería un error si se responsabilizara sólo a los dueños del capital de todos los males que aquejan a la sociedad moderna, en tanto que son los propios individuos los que dan sentido al complejo entramado de las finanzas. La sociedad de consumo es el elemento esencial sin el cual todo lo demás carecería de sentido.

Solo cuando la sociedad pierde la perspectiva solidaria se favorece al individuo como paradigma del desarrollo. Y en esa tesitura solo los más fuertes triunfan, quedando el resto sometido a sus designios. Renace así la vieja idea de Hobbes del hombre contra el hombre, relegando la lucha de clases a un segundo plano.

Esa pugna es fruto del poderoso, implacable y seductor influjo del dinero; un imperecedero y siempre al acecho ´deus ex machina´ que ha determinado la evolución de las sociedades a lo largo de la Historia, las cuales se han adaptado a las consecuencias de sus propios actos. Y así, cuando decae la conciencia social „estimulada tradicionalmente tras algún acontecimiento traumático a gran escala„ suele acontecer un renacimiento del capitalismo más inicuo.

Tras la Segunda Guerra Mundial, política y capital unieron sus fuerzas en la reconstrucción de una sociedad estragada, haciendo de la necesidad, virtud. Una perspectiva esperanzadora en la que todos ganaban y que se consolidó sobre todo tras el inicio de la Guerra Fría la cual, curiosamente, propició un equilibrio que se reflejó en el impulso a las políticas sociales en las democracias occidentales.

El Estado del Bienestar no fue otra cosa que la oferta e ese nuevo capitalismo humanizado para apaciguar las inclinaciones de determinados sectores sociales y políticos hacia el modelo socialista. Aunque lo que Hobsbawn llamaba 'socialismo real' no fuese un modelo atractivo para las sociedades democráticas, no es menos cierto que servía como contrapeso conceptual para apaciguar la ambición de las oligarquías occidentales e imponer cierta prudencia a los poderes públicos.

Sin embargo, ese periodo ofreció un imagen distorsionada de la naturaleza del capitalismo. Bastó la autodestrucción del bloque soviético para asistir a un renacer del modelo si acaso más impetuoso que en ocasiones anteriores, alumbrando incluso paradojas desconcertantes como que un país comunista como China se haya convertido en el paraíso para su versión más perversa. Lo cual evidencia que el capitalismo materialista necesita del autoritarismo político para desarrollarse en plenitud.

Ese parece ser el fin del aparente colapso del modelo capitalista occidental tras la crisis financiera de 2008. Un ejercicio de destrucción creativa de la economía, según la teoría de Schumpeter, cuya consecuencia más palmaria ha sido someter al poder político a los intereses de las oligarquías, asfixiando las economías tanto a escala nacional y global e imponiendo regímenes que aplican sin escrúpulo las recetas más antisociales. El modelo chino aparece como inspiración subrepticia sobre todo a aquellos países con sistemas productivos frágiles y volubles, como es el caso de España.

Lo más inquietante es que los Estados se hayan plegado a esta iniciativa con más o menos entusiasmo, y sus dirigentes se empeñen en descartar cualquier otra alternativa que no sea aplicar las medidas restrictivas que dictan los amos del dinero. En este nuevo contexto las ideologías carecen de poder; las condiciones que imponen los inversores obligan a los gobiernos sean del color que sean a aplicar una política única que consiste en liberar de cargas a las iniciativas pública y privada en vez de ingeniar métodos para generar riqueza sin socavar en exceso el presupuesto social. En el caso de España las consecuencias se resumen en un escenario donde los afortunados ganan más y los miserables se conforman con lo que sea.

En este contexto llaman la atención una reflexión que le escuché al presidente de Uruguay, José Mújica, en una entrevista que emitió una cadena de televisión hace unos días pues, a mi modo de ver, resume con claridad el método que los estados habrían de emplear para adaptarse a este nuevo paradigma socioeconómico que intenta imponerse: «Al capitalismo hay que domarlo».

Cuando parecía que todo estaba dicho después de este prolongado y dramático periodo de crisis económica, la certeza de alguien que ha sabido compaginar los intereses de los inversores privados y los de la ciudadanía adquiere una dimensión científica que no debería pasar inadvertida para quienes se empeñan en hallar una solución sin causar más daño del ya infligido a millones de inocentes en todo el mundo. Y quizás tras tanto trauma comencemos a redimir nuestro pecado original.