Desde el comienzo de la Guerra Fría (hace dos tercios de siglo), los rusos fueron alimento inagotable de la mitología de consumo de Occidente, cuya factoría central es Hollywood. No sólo hubo kilómetros de celuloide-basura, sino filmes gloriosos, tipo Con la muerte en los talones, de Hitchcock, o Uno, dos, tres, de Billy Wilder. Los rusos, simplemente, ocuparon el espacio de los indios, porque ni USA ni sus hijos bastardos de Europa se entienden a si mismos sin un buen enemigo. Tras la caída del Muro de Berlín y el desmontaje de la URSS los rusos no se fueron del cine, pero pasaron a ser partidas en fuga: militares nostálgicos, bandas mafiosas, comerciantes de uranio. La conciencia de Occidente probó a chutarse otras sustancias, pero no era igual, pues perder un enemigo descoloca más que perder un amigo. Ahora el regreso de los rusos puede darle otra vez un sentido a Occidente.