Soy un declarado creyente. Del sistema sanitario, claro. Hasta ahora esta fe era más bien teórica, espolvoreada por lo que he ido captando de algunos de sus insignes apóstoles, a los que he visto desplegar una actividad rigurosa y vocacional en campos que van desde la oftalmología a la urología, a pesar de coordinarla desde auténticos cuchitriles a veces.

La prueba de fuego llega cuando ingresas por primera vez y, a raiz de ello, te ves envuelto en la rueda consiguiente. Sobre el cólico nefrítico que me asaltó ya les conté que llegó a este body con una espera de seis/siete horas en Urgencias, brotes que de vez en cuando se reproducen en nuestros hospitales. Como por mucho pastillamen, litros de líquidos ingeridos y baños de agua caliente que me he procurado la piedra sigue haciéndose la remolona, no me ha quedado otra que saborear las mieles de las esperas interminables en la antesala del especialista, donde compruebas que el tono de impaciencia inunda el ambiente en tal dimensión que llega un instante en que no sabes si va a ser peor el remedio que la enfermedad. Después de este peregrinaje, sólo puedo decir sin embargo que salgo con la fe reforzada.

El protocolo por el que se ha de pasar no hace más que ahondar en las garantías del servicio. Para la última estación por la que he transitado tenía cita temprana. De ahí fui derivado a una segunda y, a las nueve y cuarto, una enfermera me dijo que no me llamarían hasta la una y media, por lo que si me quería ir a desayunar... Estuve a punto de decirle que si cuatro horas desayunando era una nueva dieta o si se trataba de cebar a la piedra, pero fue de una profesionalidad...

Y eso que hoy en día se debaten entre tanta penuria que lo que ya no sé, ante este ir y venir, es si lo que intentan decirme sobre la piedra es: «Piénseselo, que no están los tiempos para desprenderse de nada».