Comida de artistas, desperezando la mañana en la terraza del bar, donde ya están engullendo mejillones con ajo y perejil media docena de pintores de todas las nacionalidades. En el interior del bar quedan muchos testimonios de muchas noches de fiebre, pintando y bebiendo ´nikolaskas´. Marineros, sirenas, burros morunos, novios blandos a lo Chagall flotando en el techo y cogidos de las manos. Mañana recién regada. La Nikolaska nació en una noche loba. Cuatro pintores suecos se sintieron ganados por la buena rabia del color, y dándole la receta al mesonero, se pusieron a pintar en las paredes. La Nikolaska es como fuego en la sangre. Fuego como de tomillo quemado. Consiste en un coñac puesto en un catavinos y, sobre el catavinos, un trozo de carne rubia de limón cortado al cuadrado y, encima del limón, un terrón de azúcar y, sobre el azúcar, un poco de café molido. Debe tomarse todo junto, masticando y tragándolo casi de una vez. En la Belle Époque, en aquel siglo, los artistas bebían la absenta o ajenjo, apodada ´el hada´ o ´el diablo verde´. Pernod era la marca que también dio nombre a la bebida a la que se le añadía agua y azúcar. La Nikolaska ya es fruto maduro del mediterráneo azul y luminoso; de yerba bajo los pies de los pintores que trabajan al natural, apoyando sus lienzos en el suelo.

El comedor en penumbra. Blanca pared, alacenas enrejadas de azul y un San Antonio ingenuo y sonrosado, prometedor de mil novios imaginarios, presiden ahora la reunión. Dos mozas, jóvenes y morenas de cara, con ojos moros, triscan entre los pintores llenando de arroz los platos. Nadie resiste la tentación de pintar otra vez con palabras, y cada uno da su opinión: «Cómo sube el rojo del azafrán entre el oro tostado», «verde de los guisantes, rosa de las gambas», «dorado del pollo».

Dan envidia. Y cuando lo han regado todo con el vino tinto, un tanto áspero y dulce de la posada, bajan a la huerta franciscana, verde y blanca, para seguir bebiendo vino, y engullir higos secos, y encender la lumbre y salir a robar ramas de naranjo, y soltar petardos borrachos que hacen estremecer la sensibilidad de cualquiera; y bailan locas danzas indias aprendidas en la Gran Bretaña.

De pronto la tarde se ha puesto encima, y oliendo fuerte los naranjales, alguien habla de la sierra Aitana y de que Alberti le puso este nombre a su hija, y los pintores mastican en silencio la luz violeta que va recortando en planos el paisaje. Todo tiene algo de aquella temperatura de Fuentepiña donde Juan Ramón moría un poco cada vez que se iba el sol por La Rábida.