Aunque a muchos políticos se les llene la boca autoproclamándose liberales, aquí, liberales, liberales de verdad, solo hay un puñado. Y creo que cada vez somos menos. Ya lo decía el malogrado Joaquín Garrigues Walker, nada más inscribir como asociación política su Sociedad de Estudios Libra, precursora de lo que sería el Partido Demócrata Liberal: «Los liberales en este país cabemos en un taxi».

No sé si en un taxi, pero tanto en Libra, como en el PDL éramos realmente muy pocos. De hecho, yo fui vicepresidente nacional de las Juventudes Liberales, cargo que asumí aprovechando uno de mis no muy frecuentes viajes a Madrid desde Pamplona. Éramos tres liberales en ese momento: Julio Ariza, Rafael de Lecea y yo mismo. Bueno, he de confesar que también se nos había unido, o al menos eso proclamaba ella, una atractiva estudiante de angelical aspecto, bastante radical en sus encendidas intervenciones asamblearias. De hecho, en aquel momento el partido se llamaba PUI (Partido Universitario Independiente). Como ella, por lo visto, era numeraria del Opus Dei, alguien le endilgó el jocoso epíteto de ´la virgen del Pui´, por aquello del voto de celibato, se supone.

Todo esto demuestra que no solo éramos pocos, los liberales digo, sino que además la etiqueta liberal era bastante confusa ya por entonces. Tampoco mucho más confusa de lo que resulta ahora, por cierto. El liberalismo sirve tanto para demonizar a tu oponente político „poniéndole a ´liberal´ normalmente la etiqueta de ultra„ como para autoensalzar las virtudes propias de la tolerancia en el ámbito de una cierta casposidad ultramontana y neoconservadora.

No soy yo quien para repartir pasaportes de liberalismo, aunque algo más de solera que muchos otros sí que poseo. De hecho, mi vocación y mi actividad política se fueron por la alcantarilla el día en que los Clubes Liberales, intento de retomar el testigo político del liberalismo por parte de Antonio Garrigues, el hermano de Joaquín, se estrellaron estripitosamente por culpa de haber escogido la compañía política inadecuada en ese momento: el Partido Reformista de Miquel Roca.

Eso sí, tengo en mi haber algo muy importante y que todo auténtico liberal debería adoptar como rito propio: soy lector impenitente y subscriptor recalcitrante de The Economist, a cualquier efecto que se mire, la auténtica Biblia de referencia para un liberal europeo. Por cierto, no confundir a un liberal europeo con un liberal norteamericano, equivalente a lo que aquí denominaríamos un socialista de izquierdas. De hecho, los ´liberales´ americanos son más o menos los únicos palmeros que le quedan en el mundo a los hermanos Castro, junto con nuestros propios batasunos residuales e izquierdaunidos de pata negra.

Fue The Economist, cuyas oficinas en la City londinense son de obligada visita para todo liberal que se precie, el que en un artículo publicado hace unos meses establecía lo que deberían considerarse parámetros intelectuales e ideológicos de un verdadero liberal en nuestro tiempo.

Según esta definición, un liberal no es alguien que piense que el Estado carezca de un papel relevante en la estructura política y social de una comunidad. Pero, eso sí, el liberal desconfía profundamente del Estado, en la medida en que éste tiene su propia dinámica autojustificativa que le lleva a crecer sin límite y a destruir progresivamente cada vez mayores ámbitos de la libertad individual. ¿Alguna duda? Véase el caso Snowden y el descontrol sin límite del espionaje de la NSA americana, descubierto este mismo año, sin ir más lejos.

Como consecuencia de ello, el papel del Estado en cualquier ámbito, proclama el liberalismo, debería ser básicamente subsidiario. Todo lo que pueda hacerse de forma privada, incluso si no llega a ser tan eficiente como asumido por el Estado, cosa difícil por otra parte, no debería ser realizado por éste. ¿Comprendido el cambio de perspectiva?. Porque todo lo que hace el Estado tiende a redimensionarse y a adquirir la envergadura del temible Leviathan, devorador de las libertades personales. La perspectiva dominante en la actualidad es justamente la contraria.

Hasta aquí muchos militantes políticos de derechas se sentirían identificados. Pues deberían esperar, porque si en algún país es cierto que hay solo socialistas de derechas y de izquierdas, como afirma Hayek, es España. Pero si aún así se mantiene la contradicción de ser de derechas y sentirse liberal, entonces probablemente acabará sucumbiendo estrepitosamente con el siguiente paradigma que caracteriza a la auténtica ideología liberal.

Porque ser un auténtico liberal, digámoslo con claridad, es radicalmente incompatible con pretender organizarle la vida a los demás, como siempre pretende y ha pretendido el conservadurismo político. El Estado, para un amante de la libertad individual, debería mantener sus zarpas lo más alejadas posibles del ámbito privado de los ciudadanos. Y cuando se dice ámbito privado se quiere decir con quién se lo monta el ciudadano o la ciudadana, lo que se mete en el cuerpo el ciudadano o la ciudadana, o lo que hace con su propio cuerpo el ciudadano o la ciudadana. El único límite a su libertad de acción debería ser el daño infligible a un tercero o la protección debida de los menores de edad.

Y sí, por si a alguien tiene alguna duda sobre el significado de la parte moral del paradigma liberal, o si se prefiere llamarlo libertario, lo que también es correcto, The Economist es una publicación que pregona abiertamente la desconfianza de las estructuras clericales de cualquier religión organizada, que defiende abiertamente la legalización de las drogas, el suicidio regulado y supervisado y que aboga por un Estado de mínimos sin renunciar a un papel relevante para el Estado en defensa de los auténticamente necesitados. Amén.