Se ha empeñado el ministro de Educación, Cultura y Deporte, José Ignacio Wert, en llevar adelante por las bravas su Ley Orgánica de Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE) con los 187 votos populares a favor y casi todos los de la oposición en contra. Esta reforma educativa transita ahora hacia el Senado, donde, probablemente, correrá la misma suerte que en el Congreso.

Es posible que la LOMCE, espantoso acrónimo, abra caminos para que los estudiantes despistados, los vagos, los aplicados o los sobresalientes, encuentren el itinerario para alcanzar a los de Finlandia, que según encuestas varias, son quienes más rendimiento sacan de su paso por la escuela. Pero la nueva ley nace como nace, sin consenso, vilipendiada, con recortes, envuelta en agrias polémicas, y más bien parece ya un cadáver en el armario del Gobierno que el necesario y anhelado marco para que los jóvenes españoles aprendan a abrirse camino en un futuro sembrado de espinas.

La nueva ley confiere ´autoridad pública´ al maestro para defenderle de los tortazos diarios que todo quisque le propina. Pero el Ejecutivo, pese al pomposo título, le sigue dando tijeretazos a su salario, le mete más alumnos en las aulas y no se ve que le dote de mejores herramientas para enseñar. El profesorado es la clave de cualquier sistema educativo, y da igual que éste contemple más matemáticas que lengua, más dibujo que física o más deporte que religión.

Si no hay un maestro entregado con pasión a sus alumnos, deseoso de innovar, que investigue y aporte mejoras cada año a su proyecto educativo, estaremos condenados al fracaso y asistiremos sin tardar mucho al entierro de ese cadáver llamado LOMCE.

La ´autoridad pública´ sin suficiente dinero, sin medios para desempeñar su trabajo y sin el apoyo de toda la sociedad vale bien poco. Es como pegarle al maestro un tiro por la espalda.