La primera vez que Carlos Cano se subió a un teatro ante más de mil personas yo estaba allí. Lo hizo de la mano de Benito Moreno, el creador de la sintonía de El Larguero. Ambos coincidieron de emigrantes por tierras francesas. El consagrado dio la alternativa y el otro se comió con patatas fritas a Benito, al teatro y al resto de los que estábamos. Durante su carrera, fue moldeando esa fuerza de la naturaleza y se nos fue demasiado pronto dejándonos el calorcito del apasionamiento y de la copla. Tampoco me perdí por mayo del ?? el Festival de los Pueblos Ibéricos en la Autónoma, con casi tantos policías y caballos como asistentes, cuando la ikurriña andaba prohibida.

Unos meses antes tuve el privilegio de asistir, con idénticos policías y caballos, al recital de Raimon, en el que los vips estaban saliendo de la clandestinidad, y con Celaya y Amparitxu dibujando besos antes de que la autoridad gubernativa se inventara historias para borrar del mapa las sesiones restantes. Ni que decir tiene que estoy preparándome para ir a una actuación de las muchas que riegan la geografía y, de pronto, se me han venido estas imágenes en las que pienso recrearme antes de que regresen las de rigor. Un bitelmaníaco perdido tampoco puede olvidar la actuación de los Rolling ni la de Bruce ni la de Dylan, aunque éste ni siquiera nos mirase.

Y qué decir, antes de que asomen por ahí Berlusconi y otros cofrades, de Miguel Ríos cuando metía a decenas de miles en el estadio. O el recogimiento de Caetano Veloso. Y los conciertos sinfónicos, el jazz, ese flamenco... pero lo que nunca olvidaré, a pesar de haberlo visto ni se sabe las veces, fue el primero de Serrat. Acudí con una chavalita por la que bebía los vientos y que, incomprensiblemente, me correspondía. Y al nano, un Serrat jovencísimo, le dio por estrenar Nanas de la cebolla. Qué tarde la de aquel día. Pese a estar coladito, me cuesta recordar ya la cara de ella y, sin embargo, me quedé con él para toda la vida.