Dentro de la izquierda, y también más allá, arrecia el debate en torno a la disyuntiva de salir del euro o cambiar la UE, únicas alternativas plausibles al austericidio sin fin impuesto por la dirigencia europea. Y, efectivamente, cuando uno pertenece a un club que no le acarrea sino perjuicios, tiene dos opciones: irse o cambiarlo desde dentro. Quienes desde hace tiempo hemos optado por dar el portazo, abandonando en consecuencia la moneda común, hemos sostenido nuestro planteamiento en lo que consideramos una evidencia fuera de toda duda: no es posible el cambio en la eurozona. Y ello, al menos, por un par de razones.

En primer lugar, porque ni los ciudadanos ni los países son capaces de determinar la estructura de poder en su seno. Éste se residencia, en última instancia, en la llamada troika, entidad tripartita (BCE, Comisión y FMI) no sujeta a control democrático alguno. Es ésta quien decide las políticas económicas a aplicar por los países, los rescates a los que eventualmente han de someterse y el precio a pagar por los mismos. Sus determinaciones son inapelables, y ni el Parlamento Europeo ni la presidencia de la UE le hacen la más mínima sombra. Son las rencillas internas de este trío, a veces expresadas en forma de reproches, las que condicionan el rumbo de las políticas que impone, como se apreció en la controversia y rectificación parcial posterior en torno al rescate de Chipre.

Por consiguiente, difícilmente podemos cambiar un club en el que no deciden los socios, sino una cúpula antidemocrática irrevocable que trabaja al servicio de una parte minoritaria de los miembros de aquél.

La segunda razón nos remite al concepto mismo de moneda única: si ésta han de compartirla una serie de países de distinto grado de desarrollo y capacidad competitiva, esa alianza ha de organizarse forzosamente de modo federal, es decir, ha de existir un gobierno sostenido en un presupuesto federal, un banco central único que actúe como tal y una unión bancaria. Dicho de otro modo: sólo en una nación de naciones cabe una moneda común.

A estas alturas, todo el mundo sabe que las élites europeas diseñaron el euro para garantizarse un mercado único de capitales y evitar que los países periféricos recurriesen a devaluar sus monedas para competir con los del norte, controlando de paso la inflación. Pero si la moneda compartida no va acompañada de un importante presupuesto común que nivele las desigualdades entre países y de un banco central que financie directamente a los Estados a fin de apuntalar a los más débiles, a éstos sólo les queda el recurso de la devaluación interna, es decir, salarios más bajos: es el euro el que provoca el enfrentamiento entre las masas salariales de los trabajadores europeos, y no su abandono.

Porque (y ésta es la madre del cordero), ¿estarían Alemania y su grupo de países por la tarea de dotar a Europa del esquema federal arriba señalado, con una presidencia elegida mediante sufragio universal por todos los europeos, en cuyo Gobierno residiese todo el poder ejecutivo, y con un parlamento europeo con la exclusividad de la capacidad legislativa? ¿estarían dispuestos a que el banco central europeo mereciese tal nombre y la eurozona dispusiese de un presupuesto proporcionalmente igual, en relación al PIB, al de los EEUU? Si alguien responde afirmativamente a estas preguntas se está engañando a sí mismo: la correlación de fuerzas políticas en Alemania y adláteres determina que esto ni se plantee en el horizonte más lejano. Las castas políticas y financieras germanas y centroeuropeas no quieren ni oír hablar de solidaridad federal en el seno de la eurozona. Y ni siquiera a largo plazo se vislumbra un posible cambio de actitud.

Ciertamente la salida del euro es un camino plagado de incertidumbres, al contrario de la certidumbre que entraña mantenerse dentro, pues en este caso tenemos la certeza de que nos espera un futuro de recortes y pobreza. Admitámoslo: la dictadura de la troika no es reformable.