No vuelvo a estrenar pantalones, lo he decidido. Hace unos años, molaba comprar ropa en los grandes almacenes o grandes superficies o 'superstores' o 'malls' o como se llamen. Hoy es trance humillante, aventura de alto riesgo para el amor propio, quizás una variante sadomaso. Bien es cierto que antes una nube de dependientes te perseguía obsequiosa y pelmaza: "¿Le puedo ayudar?"; "No, gracias, solo estoy mirando"; "¿Seguro que no quiere que lo oriente?"; "No, de verdad, muchas gracias"; "¿Lo llevo a la sección de novedades?"; "¡Que no, coño!".

Sin embargo, lo prefiero a la desolación actual cuando tal parece que se hubiese finiquitado la raza humana, a dentelladas del virus ERE, si uno compra fuera de las horas punta. Ahí estaba yo, con los pantalones que intentaba comprar, mirando a todos lados en busca de un uniformado vendedor. Por fin, descubrí, en cansina charleta, a dos de ellos, semiocultos, acaso temerosos de próximos despidos. Me acerqué a tiempo para escuchar las últimas palabras del más alto: "¡Cómo me hizo llorar la hijaputa!" Tosí con discreción y se produjeron dos fenómenos simultáneos: me escrutaron con desaprobación desanimada y comenzaron a tutearme: "No es tu talla"; "Bueno, ¿me permiten probármelos?"; "Allá tú, pero ya te digo que te van a quedar mal". Como si les apretase el cuello de la camisa, los dos alzaron el mentón hacia el fondo, hacia unos habitáculos siniestros.

Si los arqueólogos futuros hubiesen de recomponer nuestras costumbres a partir de los probadores, concluirían que los humanos éramos especie altamente cochina. Olor a sobacazo, perchas caídas, huellas grasientas en el espejo, papeles por el suelo, algún chicle aquí, alguna colilla acullá. Me embutí en los pantalones, salí al exterior y allí cerca estaban los dos empleados. La desaprobación anterior se trocó en suficiencia: "Te quedan muy largos, ya te lo dije"; "Sí, pero de cintura me van bien, así que los llevaré a que me los suban". Uno hizo un rebujo con ellos, el otro me cobró y yo me fui en franca huida.

Debería haberme hecho desistir que la pantalonera exhibiese en una pared un diploma de Corte y Confección expedido por la Sección Femenina de Falange, pero mi inconsciencia no conoce límites. En su local no había probadores, pero sí un biombo tras el cual me ordenó cambiarme. Como si la de una cabaretera se tratase, mi cabeza asomaba y desaparecía por encima de los bastidores en vanos intentos de mantener el equilibrio en tan estrecho espacio, aún más reducido por la presencia de un sofá estampado sobre el que reposaban orgullosos un sujetador femenino gigantesco y un mazo de facturas. "¿Eres cojo?", me interrogó aquella recia mujer. "Pues no, la verdad, no me pareceÉ"; "Sí, tienes una pierna más corta que otra"; "Bueno, sin faltar, señoraÉ"; "Nos pasa a todos, somos una raza imperfecta", se lamentó con la boca llena de los alfileres que me iba colocando en los bajos del pantalón. "¿Ves? Tres centímetros más corta la izquierda que la derecha"; "No, creo que está midiendo mal. En esta se me ve el tobillo y en la otra me arrastra la pernera". Nunca lo hubiera dicho: se irguió, se desprendió del centímetro que a modo de collar lucía al cuello (bien pensé que me iba a azotar) y me clavó su mirada aria y ojizarca: "Estás mal hecho, que te lo digo yo". Pagué silencioso, me fui compungido.

Y digo yo: si comprar y acortar unos pantalones lleva aparejado que a uno lo ignoren, lo tuteen sin conocerlo, lo encierren en unos lóbregos y sórdidos cubículos, lo conviertan en equilibrista biombero, le afeen su físico y, en definitiva, lo humillen, ¿no será que ya la más simple ceremonia social es espejo de aquello en que nos están convirtiendo los banqueros y demás familia que nos dominan, en seres encabronados víctimas del encabronamiento general?