No por previsible resulta menos doloroso contemplar cómo un partido político se adueña de las instituciones del Estado paulatinamente sin que nadie pueda o sepa impedirlo, reduciendo la democracia a un mero juego electivo en el que a los ciudadanos se les trata como a esos niños a quienes sus mayores les dejan tirar los dados, pero no les permiten decidir qué fichas mover.

La última, y quizás más importante, etapa de esta carrera hacia el poder absoluto que emprendió el partido que hoy gobierna España, cuando venció en las últimas elecciones generales, ha sido el control de la Justicia mediante la renovación de cargos en el Tribunal Constitucional, y la inminente remodelación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), colocando a sus candidatos en un reparto de fuerzas que favorece sus intereses. La importancia de este movimiento no radica tanto en sus efectos inmediatos sobre las medidas que hoy se encuentran recurridas ante el alto tribunal, sino en que determinará la gestión de los Gobiernos futuros en tanto se mantenga dicha distribución. De esa forma, la derecha se garantiza el dominio de una institución de bloqueo esencial tanto en sentido positivo, de protección de sus políticas, como negativo, de destrucción de las ajenas.

Tal renovación, no obstante, responde a una lógica que, aunque mil veces negada por sus artífices, ha convertido a dicho tribunal en el reflejo de la alternancia política en el poder y de las estúpidas batallas entabladas por los dos partidos hegemónicos. En ese sentido, es comprensible que sea ahora la derecha la que pueda asumir el control de ese órgano de Justicia, en tanto que hasta la fecha la tendencia se inclinaba del lado del partido que hoy es oposición. Ahí radica, sin embargo, lo decepcionante del caso pues no prima en la elección de sus miembros tanto su valía profesional como su fidelidad a los criterios de la formación política que los patrocina. Y eso termina viéndose reflejado en las decisiones que han de tomar estos jueces, y que a la postre afectan directamente a una sociedad que asiste pasiva a tal despropósito. Las diferencias expresadas por los miembros del propio tribunal a la hora de sancionar tales nombramientos, y la oposición mayoritaria de los magistrados del Supremo a la reforma del CGPJ propuesta por el ministerio abonan la percepción de que tales instituciones están demasiado contaminadas por el interés político, trasladando a la opinión pública una sensación de indefensión.

Claro que aun siendo ese el aspecto principal que determina por regla general no tanto su naturaleza como su actividad, la actual renovación del Constitucional aporta ciertos matices que la dotan de una preocupante originalidad. Sobre todo porque se produce en un contexto especialmente delicado para la estabilidad sociopolítica del Estado, inmerso en un proceso que aspira a establecer un nuevo modelo de convivencia que aumentará las desigualdades a la vez que conculca derechos fundamentales, adquiridos tras años de esfuerzo y lucha social. Un paradigma que aniquila los principios de lo que el historiador francés Pierre Rosanvallon llama 'Estado providencia', basado en la reciprocidad entre la sociedad y las instituciones públicas a través de un sistema redistributivo de las rentas que se obtienen mediante una fiscalidad progresiva.

Así, cuando el Estado retira su amparo universal sobre la sociedad, imponiendo un método selectivo en el que sólo los más fuertes y lo que yo llamo clases convenientes pueden prosperar a costa de la sumisión del resto de la población, la Justicia se convierte en la última línea de defensa para los excluidos. Limitar su acceso es, por tanto, una condición indispensable para proteger el proceso reformista de los ataques provenientes de sus detractores. La imposición de unas tasas judiciales insoportables para la mayoría de la gente, y el control partidista de las altas instancias de la administración de Justicia contribuyen a ese objetivo.

La sociedad, incluidos muchos jueces que verán limitada su capacidad de acción al existir instancias superiores parciales que pueden revisar las decisiones que incomoden al poder político, quedará sometida así a un dilema muy complejo: resignarse o rebelarse. La primera opción es la más cómoda y sencilla, pues atiende a un principio de supervivencia que en el caso español es tristemente idiosincrásico. El segundo camino, en cambio, es más arduo pues exige tanto audacia y energía como inteligencia y templanza. En el actual estado a la ciudadanía sólo le queda el recurso del voto, un arma poderosísima que no obstante hay que saber manejar con prudencia y buen tino. Renunciar a ello por falta de alternativas políticas viables no es, por tanto, una opción. Al contrario, es deber de los electores exigir a los partidos políticos de la oposición un proyecto de país claro y posible, más allá de radicalismos y utopías inalcanzables. Y para ello es necesario recuperar el principio de ciudadanía, según el cual debe fluir la solidaridad frente a la imposición de un 'individualismo de singularidad' (Rosanvallon) que fomente una competencia radical en la base social que sólo beneficiaría a las oligarquías.

La sociedad española, y en ella cuento a los jueces, debe recuperar la confianza en sí misma y construir su realidad en base a unos objetivos comunes que opongan resistencia al desmantelamiento del principio democrático de servicio público. Se trata de rescatar la soberanía popular del letargo impuesto, trasladando a la clase política el dilema servicio o rechazo.

Las intenciones de la derecha española ya no suscitan dudas. Ahora sólo queda por ver si la izquierda es capaz de dotarse de un proyecto apropiado para recuperar la confianza del electorado, y salvar las trampas sembradas por el PP para dificultar su acción de gobierno en el caso de que obtuviera una victoria electoral. No le queda mucho tiempo y la niebla sigue siendo muy espesa a ese lado del escenario político.