Antes de pasar la página sería interesante resaltar un aspecto de la reciente crisis en Chipre por si fuera necesario rescatarlo del olvido a no mucho tardar, dado que la grave situación de la economía europea no tiene visos de resolverse a corto plazo. Se trata de la reflexión que expresó el presidente del Eurogrupo, Jeroen Dijsselbloem, a propósito de las medidas adoptadas para evitar la quiebra de la economía chipriota y que tanto inquietó al poder financiero. El también ministro de Finanzas holandés aseguró que "sacar el riesgo del sistema financiero y hacerlo caer sobre las espaldas de los contribuyentes -tal y como ha sucedido hasta la fecha con Irlanda y con España- no es la aproximación correcta al problema". Y por si fuera poco, añadió: "Si queremos tener un sistema financiero saludable y sólido, la única manera de conseguirlo es decir: "Mira, si has asumido riesgos ahora debes lidiar con ellos"; y si no puedes, es que no deberías haber tomado y estas consecuencias son el fin de la historia".

Es cierto que aquellas palabras fueron rápidamente matizadas por los guardianes de la ortodoxia y condenadas al rincón de la interpretación, dejando así que la contumacia de los hechos se impusiera sometiendo a los sufridos habitantes de la isla mediterránea a unas insoportables restricciones, que probablemente sean el preludio de ese tenebroso viaje a la miseria social y a la inestabilidad política del que ya se conocen sus penalidades en nuestro país.

Sin embargo tal punto de vista, aunque despreciado por los defensores del capitalismo maximalista, marcan un hito en el discurso oficial de las instituciones europeas al alinearse desde una autoridad fundamental con la opinión de los analistas que han alertado de las terribles consecuencias de la actual política de contención de gasto público, patrocinada por Alemania y a la que se han sumado con inusitado entusiasmo muchos de los estados de la Unión. Queda por comprobar si ese criterio adquiere el suficiente peso en Bruselas como para forzar un cambio de estrategia a escala europea que alivie de cargas a sus atribulados ciudadanos, o si prevalecerá el interés del poder financiero como garante de las expectativas políticas de los partidos que pugnan por el poder en cada nación.

Suceda lo que suceda, las palabras de Dijsselbloem avivan una cuestión fundamental: ¿hasta qué extremo es la ciudadanía responsable de esta crisis económica? Desde el inicio de la crisis, han sido muchas las voces que han reprochado a la sociedad haber vivido por encima de sus posibilidades, hasta el punto de que no menos ciudadanos se lo han creído aceptando así las inmerecidas regañinas de unos gobernantes que, de esa forma, eludían astutamente su responsabilidad de dirigirlos con buen tino. Es como si después de la nefasta interpretación de una sinfonía, el director de orquesta acusara a sus músicos de no haber ejecutado bien la pieza, aun cuando ellos se hubieren limitado a seguir sus órdenes.

Las sociedades son lo que sus gobernantes quieran que sean. Regidas por una entropía esencial, son las leyes las que se encargan de establecer un orden que permita su desarrollo armónico. Así, los Estados son como enormes y complejos cerebros en los que pugnan las emociones y la razón, siendo la sociedad la poseedora de las primeras y los poderes públicos los garantes de la segunda, dejando al Gobierno general la labor de mantener el equilibrio entre ambos. Una alteración de ese equilibrio hacia cualquiera de los dos lados puede acarrear consecuencias indeseables; y aún más nefastas si es el propio Ejecutivo el que alienta o ampara tal ruptura. No se puede culpar a una sociedad por aprovechar las oportunidades que le brinda el poder público, pues siempre prevalecerá el deseo de obtener una gratificación inmediata y cierta frente a la posibilidad de unos beneficios futuros aunque también ciertos.

Los estudios realizados por los psicólogos Daniel Kahneman y Amos Tversky demostraron que las recompensas más inmediatas se valoran mucho más que las que pueden obtener en un futuro lejano. Preguntaron a un grupo de personas si preferían obtener 100 dólares de inmediato o 110 dentro de una semana, y la mayoría eligió la primera opción; a continuación les propusieron obtener esos mismos 100 dólares dentro de 52 semanas, o 110 dentro de 53 y en este caso los sujetos se inclinaron por la segunda opción. Las emociones ganaban así la partida, al quedar el futuro racional lejano e incierto.

A la luz de estas experiencias es sencillo comprender que cuando se le proporciona a la sociedad las condiciones adecuadas para estimular sus emociones, es muy difícil pretender que prevalezca la razón de una forma espontánea. Y más cuando, a pesar de que en tales sociedades existan individuos que sepan dominar sus emociones y prefieran la prudencia, es la mayoría la que determina el comportamiento general.

Si un Gobierno, por negligencia o deliberadamente, es incapaz de moderar tales conductas no puede cargar sobre la espalda de la ciudadanía la responsabilidad por las consecuencias nefastas de las mismas, ya que la sociedad se limitó a aprovechar las condiciones de vida que se les ofrecieron aunque hoy se demuestren erróneas. Es una falacia afirmar que los españoles vivieron por encima de sus posibilidades porque nadie fue capaz de definir tales posibilidades, en tanto que las mismas eran y son las que los poderes públicos ofrecieron a los ciudadanos. Quizás sea más correcto afirmar que fueron los Gobiernos los que gestionaron por encima de sus posibilidades, pues demostrada queda su incapacidad para ordenar el frenesí de emociones con que embelesaron a sus administrados.

Ya va siendo hora de que la clase política asuma sus responsabilidades, admita su imprudencia y, por lo tanto, obre en consecuencia aliviando a la sociedad de ese estigma que no le corresponde, a la vez que se preocupe por establecer un orden que despoje al sistema de todos aquellos que aprovecharon su negligencia para deteriorar las más básicas normas de convivencia y prosperidad.