A veces, las historias que generan las obras de arte pierden interés y pueden desvanecer las emociones que generan, precisamente cuando el arte, cualquier arte, se cuenta en su origen que no son momentos de inspiración, instantáneas reveladoras, sino montajes preparados en la cocina artística. Ocurre en el celuloide, pero nadie olvida aquellos besos de cine. Y es que el arte visual, como toda obra de arte, no está solo en su preparación sino en el producto, en el ojo por el que tú ves, y no en la postrera comercialización, sino en la retina, como diría mi amigo Juan Bautista Sanz y como poetizó Rafael Alberti en su tratado lírico 'A la pintura'.

Más allá de la retina no hay nada sino un estado sentimental, porque el ojo lector del arte, sea del código que fuese, interpreta una recreación desde su intertexto lector, desde su intimidad sensitiva y cultural. Y si conocemos el contexto de la producción, el texto como pretexto, ocurre que nuestra emoción no aprehende en la memoria iconográfica la desvelada historia, sino que nos quedamos con la mirada impresionada de sabernos ante una obra de arte, porque nuestra emoción, procedente tan solo de esa retina única y reproductiva, se quedará con el objeto artístico en la instantaneidad de la lucidez incisiva del momento creativo y recreado por nosotros.

Eso hago yo cuando miro 'El beso', una fotografía de Robert Doisneau, dejarme llevar por su poética, aún sabiendo después la preparación previa al 'instante' en que fue disparada la cámara. Robert Doisneau retrató París por los años cincuenta desde una rara sencillez melancólica como propuesta personal para lograr de la fotografía en blanco y negro la calidez realista del objeto retratado. 'El beso' es una más de sus captaciones de gestos de la gente normal. En 'El beso' dos amantes se besan en la calle, ajenos a la gente que circula en aquel gran teatro de vidas que era entonces París. No hay un beso como ese beso junto al Hôtel de Ville, 'El beso' de Doisneau es único porque sostiene la inmediata manera de amar en la libertad de un tiempo en que París acababa de ser liberada.

La gente pensaba que 'El beso' era una fotografía espontánea que se había tomado en una calle parisina. Después se supo que la pareja que se besa eran dos estudiantes de arte dramático, Françoise Bornet y Jacques Carteaud, y que el artista les conoció en un café donde les propuso posar para su objetivo dándose un beso entre la gente de la ciudad. Pero a pesar de la preparación de la fotografía, la comercialización posterior de uno de los iconos románticos más emblemáticos, queda superficie suficiente para distinguir lo que es arte de lo que no lo es, aún estando intervenido el arte por quienes tienen en la retina el símbolo $ del dólar, porque el arte visual se confía al gusto de la retina, aunque después los comerciantes lo incluyan en su canon de: popularidad igual a dinero. Eso pasa casi siempre, incluso entre los artistas y hasta escritores que fueron malditos por vocación y un día, ya en el cementerio, saltan sus obras al mercado.

En 'El beso', de Robert Doisneau, queda la fotografía de un maestro que supo captar lo que nuestra emoción sostiene como idea. Fue así como el beso más famoso de Francia desde 1950 hizo que París se convirtiera en la ciudad del amor. Y fue Doisneau quien concilió sentimentalidad con libertad, en esa instantánea de una sencillez realista arrebatadora convertida en arte, aún sabiéndose después que todo estaba pensado, prefabricado, porque el beso era de un lector modelo que, a su vez, éramos todos nosotros, el beso de quienes sabemos que existe un amor así, en su pureza y en su encuadre, donde la joven queda en los brazos de su amor mientras el mundo gira (había gente; pero para nosotros, no).

Poco le importa a la retina la historia de aquel beso junto al Hôtel de Ville parisino en tiempos difíciles, pero esperanzadores. Porque el beso está en nuestra impresión, es de nuestra historia real. Y sabemos del beso, de aquel beso, que no dejará nunca de ser un beso nuestro, el que nos lleva a mundos distintos que estaban en ese mismo mundo donde nos besamos. Exactamente igual que El beso, de Doisneau, quien supo decirnos el amor a través del arte de su ojo mirando por el objetivo de una Rolleiflex, su cámara fotográfica.