En medio del fragor de la disputa entre partidarios y detractores de la nueva Constitución propuesta por el presidente de Egipto, un ciudadano intentaba explicar el mayoritario apoyo de las clases más bajas a dicho documento asegurando que en ese país "la gente es simple y sólo les preocupa garantizar su sustento". El resultado favorable en el referéndum celebrado hace unos días demuestra una vez más que el significado de la democracia hay que buscarlo en aquellos lugares que no iluminan los focos de la noticia, allí donde este modelo universalmente aceptado como el más idóneo para la estabilidad de las sociedades muestra su aspecto más contradictorio.

La libertad es exigente y para disfrutarla es necesario poseer los conocimientos precisos que proporcionen una perspectiva global, para que el beneficio común redunde en el particular dentro de la sociedad a la que se pertenece. Si la libertad no es más que un plato de comida, la democracia -siendo su máxima expresión- adquiere su significado más aberrante, al quedar en manos de élites corporativas que la administrarán a su antojo aprovechando la complacencia de una masa inerte que sólo busca la protección a sus necesidades más básicas.

La Historia ha demostrado que todo cambio social y político se ha promovido desde unas élites que luego de triunfar han sabido establecer regímenes más o menos provechosos para el bien común, los cuales no siempre vienen determinados por el consenso. Así sucedió en episodios trascendentales para la evolución social como la revoluciones francesa de 1789 o la rusa en 1917. En ambos casos, la masa inerte aceptó el resultado de un proceso dirigido por unas minorías, en tanto que los regímenes que emanaron de ambos se impusieron a partir del éxito obtenido en las ciudades y ante la pasividad de las comunidades ajenas a tales ámbitos.

La masa inerte sobrevive en la expectativa; observa callada la evolución de los sucesos y espera su resultado para saber a qué atenerse. Pero acepta en cualquier caso las normas que se impongan en cada momento si éstas son capaces de garantizar esa supervivencia. Al carecer de principios ideológicos, se impone el utilitarismo que puede emanar de cualquier concepción política o ideológica resultando así que la democracia suele ser la matrona más eficaz para el totalitarismo.

La receta del poder absoluto es clara: unidad política, disciplina orgánica y control de las masas. Las dos primeras premisas son en teoría sencillas cuando prevalece una concepción doctrinaria sobre los principios ideológicos, mientras que la tercera depende del empleo de los recursos coercitivos como la demagogia, el clientelismo, la manipulación informativa, el miedo y la represión de la disidencia. Finalmente basta con que las medidas que se impongan permitan a esa masa inerte mantener su equilibrio vital, para que la disidencia quede como esa incómoda minoría que despierta cada vez más rechazo por representar una fuerza desestabilizadora.

En España se han vivido episodios de este cariz en numerosas ocasiones que demuestran la permeabilidad de la sociedad a la sumisión. Este ha sido siempre un país de amos y siervos, en el que todas las experiencias emancipadoras se han topado con una insólita resistencia popular, como si se temiera a la libertad que proponían. Así sucedió en mayo de 1814 cuando el pueblo recibió con aparente fervor el regreso de Fernando VII, cuando en realidad lo que sucedió es que a la mayoría no le costó mucho aceptar el regreso al absolutismo en tanto respetaba a aquellos que no se oponían a él siempre que acataran sus normas. Y un tanto sucedió en 1939, cuando tras la Guerra Civil el pueblo español acató la dictadura de Franco con aparente agrado durante los cuarenta años que duró.

Esa capacidad de asimilación es la que caracteriza a esa masa inerte que en España la derecha identifica con la 'gente de bien'. Así pues, no le falta razón al presidente del Gobierno cuando fía su futuro político a esa sociedad silenciosa que observa y acata. La experiencia ha demostrado que bastara con resistir las acometidas de los opositores para que esa masa que sólo aspira a preservar su insignificante bienestar renuncie a sus aspiraciones y asimile las condiciones del nuevo orden. No de otra forma se puede explicar la serenidad con que la clase dirigente afronta las reiteradas protestas de una parte de la sociedad reticente a las normas impuestas por decreto desde el actual Gobierno. Saben en la derecha que la protesta sin resultado tiene una vida muy corta, pues siempre se impondrá primero el desaliento y luego la pereza, hasta conseguir una paz social tan sólo alterada por periódicas andanadas cada vez menos aceptadas por una ciudadanía amedrentada.

Luego bastará con que la economía se restablezca y comience a generar oportunidades para un nuevo desarrollismo basado en ese sistema selectivo carente de derechos y sometido a la arbitrariedad del beneficio, en el que sólo habrá una alternativa: acatamiento o exclusión. El resultado será que se impondrá una suerte de conservadurismo social provechoso a los intereses de la derecha y sus benefactores, que permitirá al PP mantener el poder durante todo el tiempo que transcurra hasta su propia descomposición.

La democracia se convertirá así en el catalizador de un régimen absolutista que se servirá del miedo a la libertad de esa masa inerte que solo exige protección. Y la disidencia quedará una vez más proscrita hasta que pueda recomponer sus fuerzas y ofrecer una alternativa viable que despierte el interés de la colectividad.

Aunque aún estamos a tiempo de evitar un nuevo periodo de sometimiento si se le pierde el miedo a la libertad y la sociedad arrebata a la clase política las riendas de la democracia, para que incluso allí donde aún residen las tinieblas de la noticia sepan que es el único medio para imponer el criterio del bien común, más allá de los intereses de clase y en beneficio de la sociedad.