El primer mensaje recibido en el primer día laboral del año fue el canto de un mirlo joven. Aunque su trino aún era algo vacilante, y desde luego no añadía ningún acorde a la partitura recibida por vía genética, tenía la frescura de la inocencia, la contagiosa inconsciencia del recién llegado a la vida, que la festeja simplemente porque sí. Lo escuché desde el dormitorio, entre los primeros sonidos de la calle, luego lo sentí cerca en la ducha y casi al lado en la cocina: cantaba en el tejado junto a los conductos de ventilación. Fue esa proximidad la que me permitió advertir sus inflexiones, y la ausencia, todavía, del tono melancólico de la cadencia final, que en el adulto expresa, creo, la aceptación de las leyes de la existencia. El caso es que el 2 de enero el mirlo ya cantaba, y en lugar de ver en ello un augurio recibí el mensaje como la confirmación de que la vida basta.