Normalmente laspelis que vamos a ver las elijo yo que, como tío, es posible ahora que lo pienso que me haya arrogado la potestad de determinar cuál es el universo cinematográfico compartido. En esta ocasión también la tenía pero se frustró porque quien dijo de modo taxativo la que íbamos a ver fue ella. Y, miren por donde, Una pistola en cada mano, de Cesc Gay, un cuarentón barcelonés de lo más interesante, gira en torno a los hombres. Ya era hora de que se hiciera una recreándose en la jugada. El resultado es que no se salva ni uno. Para eso tanto esperar.

Sí, ya sé que las de vaqueros destilan masculinidad por los cuatros costados, de ahí el título escogido para esta propuesta urbana que proclama que, por muchas copas que tomemos hechos una piltrafa, la tenemos siempre cargada. Al margen de eso que nunca está al margen, lo que refleja sin acritud las historias sucesivas que componen el guión es algo muy simple: que no nos enteramos de nada. Ni cuando nos casamos ni cuando rompemos ni cuando nos ponen los cuernos ni cuando no nos los ponen. En el momento que decidimos ir, las respectivas hace siglos que volvieron. Resulta que no nos abrimos. Ya saben, a los amigos sólo les contamos lo machotes que somos y ninguna miseria no vayan a pensar que no dominamos la situación.

Lo malo de creerse John Wayne es que no puedes caerte del caballo. ¿A cuento de qué estamos convencidos que es indispensable mantener ese papel? ¿Por qué nos castigamos tan duramente? Nos encontramos, desde luego, ante un mensaje de los que sí ha calado, no como otros. Dado que seguimos viviendo en la inopia, no pasa nada por verla. De paso pueden engancharse a una serie argentina llamada En terapia en la que el allá denominado analista, que podría haber sido uno más con Gay, no dura ni tres capítulos antes de rescatar desesperadamente a su terapetua denostada de lo perdido que anda. Lo sugiero por animarnos.

Y a este ritmo, en el diván, igual hasta convalidan sesiones.