La controvertida figura del ministro Wert, ese que se crece como los toros bravos ante el castigo, según cuenta, está consiguiendo que el anteproyecto que de lo que llama Ley Orgánica para la mejora de la Calidad Educativa, LOMCE, se quede en lo del enfrentamiento entre el catalán y el castellano cuando es casi lo menos importante porque, se pongan como se pongan los catalanes, su idioma está perfectamente protegido con la nueva ley, ya que no puede parecer mal que se señale que las Administraciones deberán garantizar que ambas lenguas cooficiales sean ofrecidas en «proporciones equilibradas en el número de horas lectivas».

Pero lo mismo que el mantra de la independencia llevó a la campaña electoral de Cataluña a obviar lo sustancial „el déficit, el paro y demás menudencias„esta discusión de si son galgos o podencos, de si se agrede a las lenguas distintas del castellano o no, nos lleva a evitar lo realmente importante de esta Ley: la imposición de una gran carga ideológica de signo conservador.

Quizás es lo que ha pretendido el inefable ministro Wert, que no se hable de que se presenta una Ley sin la adecuada documentación que explicite los principios que la inspiran, empezando por el ninguneo al que se somete a los profesores, asociaciones de padres de alumnos y estudiantes, saltándose a la torera el artículo 27. 7 de la Constitución acerca de que profesores, padres y, en su caso alumnos, intervendrán en el control y gestión de todos los centros sostenidos con fondos públicos. Algo en vías de extinción en la LOMCE, que atenúa en gran manera el control democrático de la gestión de los centros al otorgar todo el poder al director, que dejará de ser elegido de la manera en la que se hace ahora, al intervenir en su selección de forma más directa la Administración.

Sí, posiblemente lo que se pretende es que no se hable del claro tinte conservador de esta Ley que nos hace retrotraernos a otros tiempos, cuando no nos educaban en valores cívicos y constitucionales a través de la asignatura Educación para la Ciudadanía, que ahora desaparece, mientras que emerge, como hace treinta años, la importancia de la enseñanza de la religión, que ahora pasa a ser evaluable y su calificación tiene valor académico, saltándose a la torera también el artículo 16.3 de la Constitución, que establece el principio de la aconfesionalidad del Estado al declarar que «ninguna confesión tendrá carácter estatal».

Pero el señor Wert no solo menosprecia algunos artículos de la Constitución; también hace caso omiso a las sentencias del Tribunal Supremo; el pasado mes de agosto el alto tribunal ponía de manifiesto en dos sentencias la obligación de las Administraciones educativas de regular «la admisión de alumnos en centros públicos, privados y concertados de tal forma que se garantice que en ningún caso habrá discriminación por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social». Pues bien, en contra de dicha sentencia, la nueva reforma educativa «garantiza la financiación pública a los centros privados que separan al alumnado por sexos y ofrece una educación distinta para hombres y mujeres».

Me pregunto con que fuerza moral un Gobierno puede exigir a sus ciudadanos que cumplan las sentencias judiciales cuando él incumple las que le afectan.