He andado retirado estas semanas, sin poder escribir, por un desagradable mal espero que pasajero en el que no me entretendré. El ciego Borges, tras que se le apagase para siempre la luz, dictaba sus paradojas, pero yo no tengo costumbre. El máximo terror de alguien que escribe suele ser quedarse sin manos y no poder ya teclear jamás. O tener dedos y que éstos en vez de agarrar la pluma te quisieran saltar al cuello, como le ocurría a González-Ruano, que, maldormido y taquicárdico, se tenía que atenazar la muñeca por las mañanas para obligar a su mano derecha a arrastrarse sobre la cuartilla, como si no le perteneciese a él sino a un asesino trasnochador. No sé sin manos, pero sin ojos estás vendido. Sin ojos no es posible cogerle las medidas al texto, y sin medida se arruina el estilo. Todo te queda como por teléfono, como oído a otro.

Sin poder usar los ojos, te huye el estilo y tú huyes sin notarlo del mundo. Por algo los médicos lo primero que miran para saber si vivirás pronto o morirás tarde son los ojos. Ahí viene dibujado tu mapa existencial inmediato: los médicos te meten una llamada ´lámpara de hendidura´ y por determinados signos saben cómo anda tu hígado o si debes ir ya poniendo todas tus cosas en orden. No las líneas de las manos: el blanco de la membrana esclerótica es tu alma a la intemperie, por la que se puede predecir tu futuro. Cuando agonizaba mi padre el doctor le metió luz en los párpados y encontró que otro resplandor le respondía a lo lejos. Dijo que había visto casos de gente que, desahuciada, volvía desde allá adentro, y que se debía confiar. Sin embargo, al siguiente día la luz del doctor sólo encontró algo que no olvidaré nunca. Cuando mi padre miraba se abría el océano Indico, pero ahora sólo encontró un ojo diminuto y fosilizado, como atrapado en ámbar. Esa inolvidable mirada quieta, afacetada y laminada del animal aplastado en la autovía. La estupefacción de la eternidad.

Me he preguntado estos días inactivos, en las horas más desanimadas, si en lo que quedaba de mis ojos se asomaría ya esa estremecedora estupefacción. Parece que no, y por esta vez aún responde una luz desde allá adentro a la linterna del especialista. Puedo retomar estos artículos, pero he pensado cuánto me queda para contemplar un día el mundo como el pescado seco tirado en el puerto en espera de que llegue la gaviota.