Cuando peores podían ser las expectativas de nuestro atribulado país, varios sucesos han contribuido a distorsionar la perspectiva de un futuro que se percibe cada vez más hostil. Sin embargo, a ninguno de los arquitectos de tan turbador porvenir parece inquietarle lo más mínimo, inmersos como están en resolver el lucrativo rompecabezas del poder. Y lo más grave de todo es que ante una realidad tan tozuda, al habitual cinismo han sumado una alarmante falta de escrúpulos cuando se trata de defender los intereses propios y aniquilar al rival. Es quizás la seguridad de que no habrán de rendir cuentas a nadie una vez pasado su tiempo lo que les mueve a despreciar las consecuencias de sus actos, abandonando a su suerte a una sociedad tan desconcertada como amedrentada y decepcionada.

Superada la sorpresa por el incumplimiento de cuantas propuestas ofreció la derecha en su programa fantasma, el desafío para los observadores es enfrentarse a la dramática misión de dilucidar las consecuencias de tales falsedades en la estructura socioeconómica española, así como de las transformaciones que se han producido en el reparto de poder político en territorios especialmente sensibles para la estabilidad del Estado.

Tanto en el País Vasco hace un mes como en Cataluña recientemente es innegable que se ha producido una victoria de las opciones soberanistas con el ascenso del nacionalismo más recalcitrante a expensas de sus versiones moderadas que han sido incapaces de convencer a un electorado hastiado. En tales circunstancias, sería temerario obviar tal fortaleza en tanto que su concurso en la gobernabilidad se antoja ineludible y, llegado el momento propicio, impondrán sus exigencias aprovechando la debilidad de los Gobiernos que se formen sean cuales sean las componendas que los sustenten.

Aunque si el caso vasco es inquietante más lo es aún el catalán. Al fracasado Mas se le presenta una difícil elección: soberanismo o ultraliberalismo. No hay término medio y ambas vías implican una renuncia: a la gestión económica que ha puesto en práctica hasta el momento en caso de que seduzca a la izquierda (ERC), a la aspiración independentista si se acerca a la derecha (PP), o a ambas cosas al menos en sus aspectos más radicales si opta por los desnortados socialdemócratas (PSC). En cualquier caso CiU perderá personalidad en beneficio de la ideología o la doctrina en unas circunstancias que exigen más realidades que ensoñaciones, y más cuando todo aquel con un mínimo de inteligencia sabe que con el actual gobierno en el Estado un objetivo como la independencia es imposible salvo por las bravas. No deberían olvidar los líderes independentistas que un gobierno de derechas estuvo a punto de enviar a la cárcel al entonces lehendakari Juan José Ibarretxe por atreverse a plantear un proceso de autodeterminación en el País Vasco. Y no cabe pensar que el común de los catalanes le tenga especial querencia a las barricadas.

Lo indiscutible de este asunto es que la aventura electoral en Cataluña sólo ha reportado más inestabilidad. Y si bien no es una buena noticia para equilibrio institucional del Estado sí lo es para las aspiraciones orgánicas de una derecha que ha sabido consolidar su oferta política en un territorio históricamente poco propicio. Tanto que el segundo aspecto reseñable de estas pasadas elecciones es el triunfo de la derecha, en su doble versión nacionalista y centralista, a costa de un nuevo batacazo de la socialdemocracia que ha pasado de ser partido de gobierno a mera alternativa subsidiaria.

Un resultado que proporciona nuevos ánimos a una derecha que pierde apoyos a espuertas, aunque el caprichoso sistema electoral le siga reportando beneficios inmerecidos gracias a la paulatina descomposición de su principal rival. Tal es así que ni todas las protestas que emprenda el pueblo agraviado por las políticas ultraliberales impuestas por esa derecha desde sus diferentes atalayas de poder, logran socavar el ímpetu con que el PP aniquila todo vestigio del Estado del Bienestar en beneficio de sus proveedores más leales, protegido por unas instituciones internacionales dominadas por los teólogos del capitalismo más salvaje.

Las cuentas son claras. Basta con mantener a salvo a una proporción suficiente de la sociedad para garantizarse el poder en años venideros. El miedo a la indigencia hace el resto. Pero siendo éste un diagnóstico certero en el corto plazo, implica una remodelación del modelo socioeconómico que puede resultar explosiva si se produce un aumento de la clase excluida que engendraría a minorías airadas que a las que no les quedaría más vía que el conflicto social para defender sus derechos mediante. Aunque para entonces es probable que sean otros los que deban hacer frente a tales circunstancias con inciertas consecuencias.

Es posible que el magnífico aparato propagandístico al servicio de la derecha, que protege a un líder inseguro al que recientemente su propio mentor le ha reconocido su condición de segundón, la capacidad de olvido de la opinión pública sólo motivada por titulares fugaces y el tradicional conformismo de esa masa que ni sabe ni contesta „pero que permanece a la expectativa ante cualquier iniciativa de cambio con visos de éxito„ logren enmascarar la incompetencia de sus representantes gubernamentales así como los sucios manejos que emplean en no pocas ocasiones para obtener sus propósitos -a partir de ahora a nadie le importa si los prohombres catalanes tienen o no cuentas en Suiza.

Pero lo que no es posible eludir son los efectos tangibles sobre la estabilidad social de sus políticas taradas que se sentirán más pronto que tarde. Y eso sólo lo sufrirán los ciudadanos que asisten estupefactos e impotentes a semejante cúmulo de despropósitos y menosprecios. Peor imposible.