Parece en ocasiones que los científicos son personas de otro mundo, cerebros infalibles en posesión de la verdad eterna, semidioses que tienen a bien dedicar su inteligencia a hacernos a nosotros más prósperos, superhombres o supermujeres cuya misión universal es desentrañar los obscuros secretos de la vida y de la tierra.

Y no es así: los científicos son simples personas nacidas en el pueblo, criadas en el pueblo y formadas en las Universidades que el pueblo paga con sus impuestos. A veces ni siquiera son más inteligentes que el común de los mortales sino que acceden a sus privilegiados conocimientos a base de tesón y horas de trabajo. Por eso el científico debe saber, y la mayoría sabe, que debe su posición en la cumbre social al esfuerzo de todos los demás y que por tanto ha de cifrar su trabajo en la consecución de objetivos que sirvan al interés común. En eso, y no en intrincadas razones morales, es donde se debe basar la ética científica.

Cuando somos testigos del poder que otorgan y el peligro que encierran los ensayos genéticos con ovejitas, monitos y ratoncitos, es cuando nos hacemos conscientes que la ética científica no estriba en controlar hipotéticos y aberrantes escenarios de ciencia ficción para el hombre, sino en dirigir esas tendencias a escenarios útiles para todos. No encuentro nada espúreo en permitir que parejas infértiles tengan descendencia sana y feliz, ni en conseguir que pueblos enteros dispongan de rebaños de ovejitas „también sanas y felices como deben ser los rebaños de ovejitas, véase Heidi„ que den más leche o más lana. Contra estos intentos positivos, que además arrojan ingentes cantidades de nueva información sobre los misterios del gen, están algunos científicos de empresa que se empeñan en lanzar al ecosistema productos no suficientemente testados, como muchos de los transgénicos, con amplias incertidumbres en relación a sus efectos sobre la biodiversidad, para único y exclusivo bien del propietario multinacional de la patente.

Agraciada o desgraciadamente, nadie va a poder legislar con eficacia contra las tendencias negativas de la investigación genética: lo mismo que al campo no se le puede poner puertas es imposible poner límites a una investigación científica que se sustancia en la insaciable capacidad humana para la curiosidad y el descubrimiento. Lo único que puede procurarse es hacer más ´democrática´ la ciencia: controlar los sistemas de patentes y aranceles, aplicar en serio los convenios internacionales sobre biodiversidad y otras gaitas, pertrechar a la sociedad con armas colectivamente éticas que pongan freno a la voracidad científico-económica de la grandes corporaciones. Hacer, en definitiva, una ciencia a la escala humana.

Ni meliflua, ni temerosa, ni mojigata, pero sí alerta y dispuesta a reaccionar con uñas y dientes a intentonas incorrectas de utilización peligrosa de los avances científicos. No vaya a ser que se nos olvide que tenemos una sola tierra y por eso mismo un único futuro.