Demostrado está que a menudo quien alcanza el poder político sufre un repentino trastorno de su percepción temporal, que le hace reducir el futuro hasta casi hacerlo coincidir con el presente o, mejor dicho, su presente. Cuando la realidad impone su obstinado parecer, las certezas se convierten en vaticinios y sólo la ilusión causada por la desesperación o la codicia sostiene la retórica de la expectativa, a pesar de que se exija para ello un desembolso de comprensión, cuando no de credulidad, que en muchas ocasiones termina dilapidado en fracasos.

Es admisible que el deseo de cualquier político sea cumplir las promesas hechas a la sociedad que le ha concedido su confianza y esforzarse en hacer realidad esos proyectos que contribuirían a consolidar el bienestar de la ciudadanía, a pesar de que su labor esté determinada por el mandato ideológico o estratégico del partido al que pertenece y representa en la institución que le ha tocado en suerte; de ahí que no pocas veces sus actos y decisiones se orienten hacia esa aspiración aunque resulten a primera vista incómodas, pretenciosas o inútiles, sobre todo si el resultado que se persigue es objetivamente, y cuanto menos, improbable. Y si bien es cierto que esa incertidumbre se disipa, e incluso los sacrificios impuestos terminan por entenderse, cuando el esfuerzo se materializa y todo el mundo puede beneficiarse de él, no lo es menos que desde hace algún tiempo la ansiedad del promotor por alcanzar la meta priva a esas empresas de la solidez suficiente para reportar el fruto deseado y, sin remedio, sus bondades se diluyen en una solución de decepciones producto de esa negligente impaciencia. Así, el autor culmina su obra pero compromete su legado, observando impertérrito su decadencia y destrucción desde la cómoda posición que le reporta el ejercicio del poder una vez abandonado.

Lo irónico es cuando el artífice de ese aparente inmovilismo insiste en repetir su hazaña, ensimismado en una mezcla de cínico narcisismo y arrogancia, aceptando con soberbio orgullo el papel de grotesco vate que lo fía todo a la mera posibilidad, sin que la realidad ni la experiencia sean capaces de apaciguar su voraz convicción. Contemplar esos continuos alardes de fatuidad ante las ruinas del pasado provoca la sensación de permanecer en un perpetuo punto de partida, en un presente continuo en el que el futuro se advierte como un estadio inalcanzable, fabuloso, quimérico y, en ocasiones, inhóspito u hostil.

El fracaso, cuando se oculta bajo el manto protector de la dialéctica doctrinaria, deja de promover el propósito de enmienda para convertirse en una coartada para la terquedad, donde la culpa siempre es de los imponderables o de la inquina del oponente. El político juega con la esperanza de las gentes, que ven siempre una oportunidad en los proyectos fabulosos que imagina y propone con ese énfasis que sólo el visionario cautivo de sus delirios puede expresar. Arropado por esa ilusión popular no es difícil que el gestor público sufra lo que bien podría denominarse el ´síndrome del faraón´, perdiendo toda perspectiva de la realidad al confiar el éxito de su labor a la culminación de esos magnos proyectos que, en su universo imaginario, justificarán el esfuerzo sin reparar en gastos ni sacrificios. Ajenos, por supuesto.

Sin embargo, el azar de la política no perpetua a sus representantes en el poder efectivo y muchos son los que abandonan el cargo sin ver cumplidas sus obras trascendentales, ya sea por falta de tiempo, por pura dejadez o sencillamente por revelarse inviables. Son entonces sus sucesores quienes han de afrontar la difícil tarea de sanear, aprovechar o desechar lo emprendido obteniendo a cambio la incomprensión de quienes esperaban el resultado prometido.

Y vuelta a empezar. Resuenan de nuevo esas palabras tan grandilocuentes como hueras apelando a las enormes posibilidades de este o aquel territorio, al derecho de sus gentes a disfrutar de unas mejores condiciones de vida, a la posibilidad de aprovechar todos los recursos de estas o aquellas empresas que lo perdieron todo, o casi todo, en el negocio de ayer, a la justicia, equidad y demás valores doblados por el peso de la retórica. Todo el pasado deja de servir en beneficio del porvenir soñado por los nuevos propietarios del poder público. Y el futuro vuelve a contraerse en un ensueño del presente para el que se requiere otra ofrenda de fe social.

Todos pasan y nada queda. La política obedece a una simple presunción que construye fastuosos decorados de cartón piedra, tan falsos como las promesas que los sustentan. El pueblo, adormecido por la expectativa, acepta esta gestión vagabunda como esos niños de aldea que en otros tiempos aguardaban impacientes la llegada de los feriantes, para disfrutar durante un tiempo breve pero intenso de sus atracciones y espectáculos. Pero si entonces todos sabían que la alegría era efímera y, tarde o temprano, los fabricantes de ilusiones se mudarían de pueblo, aliviando la decepción con la certeza de su regreso, ahora ese desencanto es mucho mayor pues todos creen que la feria había llegado para quedarse y no es así.

A pesar de ese eterno vagar, las gentes se empeñan en creer que algún día todas esas promesas se hagan realidad y no contemplen con frustración cómo se disipan después de haber invertido tanto dinero y esfuerzo, mientras quienes las promovieron se refugian en la impunidad para eludir la responsabilidad adquirida en su momento. Quizás va siendo hora de que se relativice la credulidad para que no sirva de coartada para más engaños y falsedades.