Si segunda película favorita de todos los tiempos es El Padrino (que ha cumplido cuarenta años y cuya trilogía he visto unas cuarenta veces completa, alguna vez menos que Tiburón), porque El Padrino siempre me ha recordado a mi familia. A la familia de todos, como institución mediterránea protectora, con sus códigos. Es la gran película familiar de la Historia, al menos para nosotros, meridionales. Como las canciones de amor, tenemos la impresión de que todo en El Padrino habla de nosotros, de la existencia binaria del ser humano, de reminiscencias vividas, y de ahí el secreto espíritu sentimental que late en ella, no por ser una mera película de sangre y tiros. Dice el nada sospechoso Indro Montanelli en sus antirretóricas Memorias de un periodista, que si la Policía y el Estado se hubiesen dedicado a combatir a la mafia de don Totò (Riina), la organización de psicópatas horteras y sin escrúpulos, en vez de a la mafia de don Caloggero Vizzini (a quien conoció Montanelli), aquella antigua sociedad de gente de respeto de la Sicilia profunda que vivió con modestia entre pedregales y, al morir, se lo dejó todo al cura de la parroquia, las cosas hubiesen ido mucho mejor en el sur de Italia y en el mundo. Y en el cine.

La mafia de don Calò (Vizzini) es la mafia de don Vito (Corleone). En ella los mediterráneos reconocemos usos y costumbres que llevamos en la masa de la sangre, empezando por el tratamiento de ´don´, tan nuestro (uno de mis conocidos dice en los bares, cuando le reciben con un «hombre, don Salvador»: «Tú quítame el don y cóbrame más baratito»). En la Sicilia del interior encontré yo, en algún viaje, al viejo murciano sombrón y de gorra calada, que aquí va desapareciendo.

En El Padrino ya sabemos quiénes son los buenos, sin que su director Coppola tenga que forzar el relato, y no sólo nos sentimos identificados sino que mataríamos en las mismas circunstancias, aunque, exquisitos, lo neguemos. El Padrino está hablando de nosotros con una emoción que nos hace saltar las lágrimas. De cuando visitábamos en la infancia a los parientes del pueblo, de los domingos de matanza (porcina), de las bodas multitudinarias en la polvorienta era, donde corrían los críos. De cuando los tratos se cerraban dándose la mano y ofreciendo la palabra, sin papeles. De cuando la deslealtad no se premiaba como una muestra de listeza, como pasa hoy. De cuando siempre había un señor de pocas palabras al que se podía acudir para un problema. De cuando acordarse de un favor tenía importancia.

Hoy todo está descabalado, y se ha perdido el respeto. Es por esto que El Padrino está en el corazón de muchos más de los que quieren confesarlo. Una vez supe que los absurdos guaglioni napolitanos de la Camorra habían aprendido su habla y su comportamiento de una película. Aquella película era El profesor, del habitualmente blandito Giuseppe Tornatore. Corrí a verla y era una macarrada infame: sólo trataba de vulgares asesinos presuntuosos que no paraban de parlotear, sin grandeza, sin familia, sin patria, sin Dios y sin saber preparar una buena comida. Sin nada más que la perversión del viejo sentido de la honorable sociedad.

El Padrino es nuestro viejo mundo que aún algunos alcanzamos a entrever. Pero que ha muerto.