Acaban de cumplirse los quince años, desde el 2 de enero de 1987, del fallecimiento del escritor Antonio Segado del Olmo. Tuve con él una amistad cierta, segura y entrañable. Me consideraba su hermano, y así lo quería yo también. Pero fue desafortunado de vida: un tumor cerebral acabó con aquel joven de 43 años que, desde El palmeral hasta El día que llegó el mar, pasando por Trópico de ausencia, La ruptura o Ceremonial de ahogados, y otros escritos, ensayos, investigaciones o relatos y periodismo de radio, nos iba dejando una escritura de la vívida realidad que le tocó presenciar desde un estilo crítico conformado entre la imaginación, que la tenía y muy poderosa, y la textura agridulce de su personal literatura trazada con pulcritud y rigor.

Académico de la de Alfonso X el Sabio, miembro del jurado de los Premios de la Crítica, periodista de raza y conversador urbano, Antonio fue siempre un dinamizador cultural de nuestra Región, alma de aquel Congreso de Escritores Murcianos, excelente embajador de las raíces de lo murciano (que no de la ñoña murcianía ahora tan en boga) y promotor de los nuevos talentos literarios de esta tierra nuestra.

Y fue así: El palmeral, 1967, que obtuvo el Premio Andrés Baquero, sostiene una dosis de crítica de su tiempo y del que ahora vivimos también: el desarrollismo urbanístico o la sed de nuestros campos, en el entramado conflictivo intergeneracional y la ambición humana. He aquí un relato murciano de enorme importancia del realismo costumbrista. Trópico de ausencia (1973), novela ensalzada por Castillo-Puche, y topificada en el Sahara, que Antonio conoció, es tal vez su mejor trabajo narrativo. Ceremonial de ahogados (1977) no es sólo la historia de una separación amorosa, vivida entre los baños de aquel verano de un escritor y los paseos literarios por las tabernas murcianas, sino una crítica dolosa de la Murcia de aquellos tiempos como cuadro de un tema de difícil colocación en aquellos tiempos en que le tocó vivir a Segado, el divorcio.

Finalmente vino El día que llegó el mar (1981), que conforma la terminación de un ciclo novelístico simbólico que, arrancando de la sed de la tierra, los conflictos humanos y el exotismo de paisajes africanos, buscando el novelista otros encuadres alejados de ´su´ Murcia, vino a darnos noticia histórica del renacimiento de la libertad, de la democracia en este país después de traernos en su escrito las revelaciones de los sufrimientos de la gente en la dictadura franquista. El mar es aquí el símbolo de una literatura que terminaba con un ciclo novelístico e iniciaba otro de nuevo orden: su nueva cocina literaria se llenaba ahora de nuevas referencias intelectuales y técnicas creativas, de una fuerza telúrica no conocida antes: el espejo del pasado en la memoria que reconoce la fragilidad del tiempo a través de la infancia ya deshabitada, espejos de la experiencia, de la vida. Nuevos espejos de viejos retratos líricos.

Convendría rescatar del olvido tanto Trópico de ausencia como El día que llegó el mar, por ser novelas que tienen el carácter de la buena literatura, de la creación personal, que no soslaya la psicología de sus personajes. También debe saberse que dejó trabajos inconclusos a los que pude tener acceso.

Pero el infortunio pasó por calle que ahora lleva su nombre. Le dimos su nombre a un premio de cuentos en Mazarrón y una larga avenida que mira al mar. Todo lo demás que yo puedo decir es que desde que me lo presentó, siendo muy jóvenes los dos, nuestro buen amigo el excelente cuentista Paco Alemán Sáinz, no dejé de verlo con la alegría que él también me daba.

Y que, aunque ya en los últimos olvidos de aquella enfermedad no conocía a casi nadie por sus nombre, salvo al escultor Pepe Hernández Cano, el pintor Pepe Lucas o el buen actor Pepe Caride, entre otros pocos, y a mí, que me llamaba Pedro el Bueno y me escribió sus últimas palabras (cómo olvidar el elogio de mi buen hermano que se lo llevó un año nuevo lleno de dolor para nosotros), me dejó el corazón helado, pero estuvimos juntos hasta el momento de que se cumpliera aquella profecía suya que aunque era historicista en una novela parece ser reflejo de sus últimos recuerdos en el cobijo de su adiós: «El presente ya no es nada o ha dejado de serlo, un eco en el cerebro, una débil membrana inútil que cada vez va recibiendo menos vida y sangre, menos alimento, y que terminará por secarse cuando definitivamente se seque el cuerpo que fue alimentando esa memoria», fue así también: Antonio perdió su memoria. Pero nosotros no podemos olvidar nunca a esta persona buena y honesta que, además, era un escritor que conviene, por la hidalguía de sus paisanos y por rigor literario, rescatar urgentemente del olvido.