Cuando estas líneas vean la luz, se habrán celebrado unas elecciones cuyo resultado ahora desconozco. Parece que el bipartito (PP-PSOE) seguirá gozando de amplia mayoría, si bien todo apunta a que la izquierda tendrá más presencia en el Parlamento. Esa mayoría bipartidista, independientemente del cuál de las dos fuerzas la gestione, es lo que garantiza que en los dos próximos años el gasto público español tendrá un recorte de, al menos, 40.000 millones de euros (sería aún mayor si no conseguimos acabar el año 2011 con un déficit del 6%). Esa es la cruda realidad a la que nos enfrentamos, derivada, por un lado, del rigor con que la UE nos exige un déficit del 3% a finales de 2013; y, por otro, de la muy escasísima voluntad del PP (y también del PSOE) por acometer una reforma fiscal que provea un caudal de ingresos a las arcas del Estado provenientes de las rentas altas y del combate efectivo al fraude fiscal.

Así que sanidad, educación, servicios sociales e inversión pública se verán seriamente mermadas, el paro desbordará los cinco millones y una oleada de sufrimiento añadido sacudirá a una sociedad cada vez más dual y empobrecida. Una parte de la izquierda, por ejemplo los sindicatos, han pedido una flexibilización en los plazos para cumplir con el déficit, así como la emisión de eurobonos para atajar los problemas de las deudas soberanas de los países periféricos. Todo ello en el contexto de reivindicar más Europa armonizando las políticas fiscales y presupuestarias para impulsar el crecimiento y el empleo. El problema es que no es ésta la dirección que aborda la dirigencia europea, la cual persiste en imponer a los países periféricos las políticas de austeridad que conducen al abismo directamente. Cuando estas políticas no pueden ser ejecutadas por los gobernantes electos, se recurre al envío de tecnócratas y banqueros (como ha ocurrido en Italia y Grecia), a los que nadie ha elegido, con la misión de llevar hasta el límite los duros recortes a pesar de las evidencias de su naturaleza contraproducente.

Y es que la Europa del euro no entiende sino del ajuste permanente, aunque ello conduzca a la recesión y al hundimiento de las cuentas públicas. Economistas tan dispares como Paul Krugman o Richard Koo sitúan el origen de la crisis de la deuda pública europea en que los tipos de interés de ésta no se definen por su magnitud, sino por la moneda en la que se obtienen los préstamos; es decir, si los inversores españoles o el Banco de España compraran nuestros bonos, sus intereses descenderían. En lugar de ello, inversores españoles compran títulos alemanes y, además, sobre nuestra deuda especulan los mercados a fin de obtener intereses más elevados. Y ello se debe a que compartimos el euro y, además, el Banco Central Europeo no actúa como prestamista de última instancia y no compra masivamente la deuda pública.

Por consiguiente, entiendo como una quimera absoluta pedir a la burocracia neoliberal de Bruselas y Berlín, así como a los llamados mercados, que reconduzcan la política europea hacia la creación de empleo y el crecimiento, modificando el papel del BCE. Nunca van a aceptar esto porque va en contra de su ideología y de sus intereses. Ahora mismo, el capital financiero se está lucrando especulando contra la deuda soberana de muchos países. Y esta depredación coincide con los intereses de una Alemania que se está financiando casi gratis porque es refugio de unos capitales que huyen de las periferias debilitadas. El euro se ha convertido en un dogal al modo en que lo fueron los durísimos planes de ajuste del FMI sobre las economías latinoamericanas en los 80.

Cuando estas economías rompieron con el FMI (y el caso argentino es paradigmático al respecto), comenzaron a crecer, a crear empleo y a poder pagar sus deudas. Una dictadura conjunta mercados-Merkel asola estos días Europa, y su instrumento es el euro. Privemos a la dictadura de su arma. Dejemos el euro.