Hay un discurso basura que circula por las tertulias según el cual la crisis es culpa de todos. Los españoles, por el hecho de serlo, querían casa en propiedad y, pese a lo bien que le fue al mercado con ese deseo, ahora las cuentas dicen que no era posible.

Cuando dormíamos, subía el precio de la casa que habitábamos, fuera nuestra o no, y por eso nos despertaba de madrugada el banco para ofrecernos una hipoteca. La culpa es igual de quien quería una casa para vivir que de quienes compraban y vendían viviendas subiendo el precio de todas. La culpa es muy religiosa y su socialización, muy católica. Más religiosa todavía es una de sus consecuencias, el placer en el sacrificio que también se oye mucho y que está resucitando a los moloquitas ocultos.

Moloch, al que adoraban fenicios, cartagineses y cananitas, llega desde la antigüedad hasta nuestros días a través de Plutarco, Teodoro, La Biblia, Milton, Flaubert, Conan Doyle, Fritz Lang, Jacques Martin y Víctor Mora, es decir por medio de historiadores, novelistas, directores de cine y guionistas de tebeo que representaron a ese dios que otros politeístas llamaron Saturno o Cronos.

Para reconocer de quien hablamos recordemos que se trata de esa enorme figura hueca —con cuerpo de humano, cabeza de toro y símbolos de poder real— que tenía las manos juntas y las palmas hacia arriba. En ellas, se colocaba al que iba a ser sacrificado. Los brazos del dios, movidos por cadenas, acercaban la víctima a una boca enorme y abierta desde la que se caía a la hoguera. Los tambores y timbales que acompañaban el rito tapaban los llantos de las víctimas. La Cartago asediada por los griegos sacrificó a esa deidad sus primogénitos (su futuro económico).

En los ojos de algunos enfervorizados partidarios de la austeridad no se ve racionalidad económica sino un brillo donde la religión encendió una hoguera purificadora. Son moloquitas.