La Inquisición no nació y se desarrolló espectacularmente en España por casualidad. Más bien es un fruto natural de la raza. Cualquiera puede darse cuenta de ello mientras es inspeccionado inquisitivamente (nunca mejor dicho) por un funcionario que nos pide los papeles, por un conserje que nos corta el paso («¿Adónde va usted?»), e incluso por un ciudadano cualquiera que intenta averiguar nuestra identidad. Desde el interlocutor desconfiado que nos pregunta «¿Y usted quién es?» hasta el interlocutor prepotente que nos amenaza con «Usted no sabe quién soy yo» hay una larga historia de interrogatorios tan espeluznantes como injustos y desabridos.

El gusto por la averiguación de la personalidad ajena está muy extendido y raro es el que no cae en la tentación de disfrutarlo. A veces, en la tertulia del café, me pasmo de la cantidad de tiempo que dedicamos a descifrar enigmas irrelevantes. «¿Cómo se llamaba aquella rubita tan graciosa que luego se casó con uno que tuvo que escapar a Venezuela por deudas? Sí, hombre, la que era hermana de aquel fulano que jugó en el Rayo Vallecano. ¿O fue en el Sabadell? ¿Y él, cómo coño se llamaba?». La gente se desespera si no sabe estos detalles y en ocasiones pasan meses hasta que alguien viene con la buena nueva de que la rubita y su hermano han sido por fin localizados y se llamaban, respectivamente, Teté y Manolo. Por cierto, Manolo no había jugado nunca en el Rayo ni en el Sabadell, sino en la Ponferradina. Y no en Segunda División, como pensábamos algunos, sino en Tercera, porque Manolo (Lolo en las alineaciones) prometía mucho, pero unas lesiones musculares inoportunas le impidieron llegar más arriba en su puesto de defensa derecho. En una de las últimas ocasiones que participé en la resolución de uno de estos casos especialmente intrincados transcurrió más de un año hasta que alguien, cuando ya desesperábamos por saberlo, vino con la buena nueva de que la cocinera que fue del internado de colegio donde estudiamos el Bachillerato se llamaba Cándida. Y el ama de llaves de la misma institución, Emérita. El que trajo la noticia se demoró en comunicarla un buen rato mientras sonreía con suficiencia como si fuese Hércules Poirot antes de dar el nombre del autor del crimen. Somos el resultado de muchas invasiones, conquistas, reconquistas, exilios y conflictos fratricidas y la desconfianza y el afán de saber con quién tenemos que vérnoslas está impreso en el ADN nacional. Librarse de la inquisición ajena es verdaderamente difícil, por no decir imposible, y ni siquiera una conducta discreta nos libra de ser investigados por esa enorme legión de detectives anónimos que nos rodea. Y hasta es posible que los excite todavía más. Una señora que yo conozco, muy educada y discreta, fue denunciada como posible agente terrorista por unos convecinos suspicaces. Los denunciantes no entendían cómo una mujer que acababa de alquilar un piso en el edificio no hiciera ruido ni perdiera el tiempo dándole a la lengua con la primera persona que se encontrase en el ascensor o en las escaleras para contarle su vida y milagros. Al parecer, algunos de ellos estaban muy influenciados por el retrato que en los medios de comunicación suele hacerse de los terroristas. Casi siempre los describen como personas discretas y educadas, que pagan la renta con puntualidad y no promueven escándalos. Un comportamiento de lo más sospechoso.