Para una sociedad anestesiada y aséptica como la española, dividida en diecisiete partes desiguales, hasta las revoluciones han de ser políticamente correctas. Acostumbrados a un paisaje en el que las protestas ciudadanas vienen a ser lo que un chaparrón incómodo que, una vez pasado, no altera en absoluto la rutina, que un movimiento cívico como el que se ha generado en las últimas semanas haya pasado de la concentración a la acción directa contra los políticos, con protestas puntuales frente a los templos del poder, empieza a adquirir una dimensión monzónica absolutamente inusitada y, por lo tanto, incomprensible e irritante para una ciudadanía demasiado acomodaticia y dependiente.

Las revoluciones, por desgracia, son así. Basta con echar una ojeada a la Historia para comprobar que el guión se repite en todas las revueltas que se han producido a lo largo de los tiempos: un pueblo decepcionado u oprimido por un poder ciego y soberbio, unos movimientos sociales bien estructurados que se sitúan al margen del sistema y dirigen el descontento, unos intelectuales que aportan el discurso que naturaliza los postulados, y una turba que aprovecha el amparo ideológico para trasladar a la calle su frustración con agresividad.

Aparentemente nada nuevo. Aunque si se analizan con detenimiento los matices que caracterizan a esta nueva insurrección, es fácil comprobar que muestra interesantes diferencias respecto a las revoluciones clásicas. Salvando su carácter coyuntural, motivado por un cúmulo de contrariedades relacionadas fundamentalmente con el estado económico de la mayoría social que, sin duda, puede condicionar su evolución, esta reacción nace de la suma de decepciones individuales que aúnan voluntades e intereses comunes sin recurrir a una estructura corporativa que las identifique, al menos por ahora. Asimismo, cuentan los revoltosos con una enorme capacidad de difusión que les permite hacer visibles sus actos y propuestas a la opinión pública.

Esa indefinición orgánica es, a la vez, una ventaja y un inconveniente. En primer lugar porque el espíritu que sustenta el movimiento puede reproducirse en cualquier momento y en cualquier lugar; han pasado de las concentraciones a las acciones, y mañana puede surgir una inesperada forma de protesta que desconcierte a las instituciones. Esa curiosa topología dota a la insurrección de mayor efectividad, pero también la somete al aprovechamiento de quienes recurren a la acción violenta para hacer valer unos intereses particulares tan añejos como inoportunos. Y precisamente es este último matiz el que la entronca con las revueltas canónicas y el que, en definitiva, termina por identificarlas ante la opinión pública en perjuicio de las legítimas demandas que la justifican, al conceder a los poderes públicos los argumentos precisos para negarlas, despreciarlas o reprimirlas llegado el caso.

No basta con que aquellos que se empeñan en mantener a salvo el carácter pacífico de la protesta se desmarquen de los actos violentos, ya que éstos no son más que las consecuencias lógicas aunque indeseables de cualquier reacción popular. Asimismo, es comprensible que los revoltosos de primera hora se resistan a adoptar una estructura orgánica que les proporcione la entidad necesaria para hacer valer sus demandas ante los interlocutores apropiados. Pero es necesario que articulen un programa que incluya no sólo las ideas y reclamaciones, sino también la forma de llevarlas a cabo. Me consta que en el movimiento participan muchos y muy eficientes expertos en las diferentes materias necesarias para elaborar unos proyectos viables, y buscar los resquicios de nuestro actual sistema democrático por los que se puedan introducir las reformas pretendidas. Para eso es necesario tener un conocimiento preciso de la estructura orgánica del Estado y de la situación política real, pues sólo así será posible diseñar una estrategia eficaz que, al menos, rentabilice el esfuerzo realizado hasta ahora.

Frente a ello, los poderes públicos no pueden seguir mirando hacia otro lado esperando al fallo del contrario para justificar sus decisiones erróneas y preservar su estado de privilegio. Y menos parapetándose en una legitimidad obtenida por un sistema electoral defectuoso. Es comprensible que la violencia de las masas les desconcierte e irrite, pues no en vano han sido muchos años de conformismo social los que les han permitido desarrollar una percepción trascendente de su labor, alejándose cada vez más de la realidad y, lo peor, de los valores éticos que han de sustentar su condición de servidores del interés general. Y es lamentable que los acontecimientos hayan desembocado en ira, pues ahora a los políticos sólo les queda una alternativa: escuchar o reprimir. Sólo se les pide decencia y atención a quienes les eligen y les otorgan sus privilegios. No es mucho.

Han de saber que este movimiento cívico no es tan minoritario como creen, pues tras las acampadas y las protestas públicas existe una enorme cantidad de ciudadanos que apoyan sus demandas. Basta con que vuelvan a echar un vistazo a las cifras electorales para comprobar que algo no funciona en nuestra democracia. Los que gritan son muchos, pero aún son más quienes en silencio esperan ver recompensada la confianza que han depositado en las urnas. Están al acecho, y bastará con que la necesidad les haga perder el miedo para que esta protesta adquiera nuevas dimensiones, quizás indeseables. Las expectativas no son las mejores para que la calma vuelva a la sociedad sino al contrario. Es la revolución latente que puede estallar en cualquier momento. Y esta sí que puede ser incontrolable.

Por eso, los políticos deben abandonar su cómoda dimensión, mirar a su alrededor, valorar sus compromisos y pensar que lo que realmente les legitima son sus actos y no lo que obtienen de unas urnas cautivas.