Entra dentro de la lógica (por decir algo) que los mismos que crearon el mito de Bin Laden hayan decidido acabar con él. Los niños que leíamos el cuadernillo semanal de El Guerrero del Antifaz sabemos que hay un momento en que el autor de la historieta tiene que matar (o hacer desaparecer) al héroe de ficción que ha creado porque los intereses de la editorial y los gustos del público evolucionan hacia otra clase de productos. Ocurrió con El Guerrero, con Roberto Alcázar y Pedrín, con El Capitán Trueno, con El Jabato y con muchos más. Y lo mismo con sus odiados antagonistas. En la historieta que comentamos (la de un caballero cristiano que luchaba contra los islamistas ocultando su identidad), se dio la circunstancia de que el dibujante nos desvelase, en la penúltima entrega, que el malvado enemigo, Ali Khan, era en realidad el padre del protagonista. Una solución folletinesca sensacional que nos enseñó —mucho antes de estudiar a don Américo Castro— que España era un país de judíos, moros y cristianos y que hay que desconfiar de la pureza de sangre.

Con esos antecedentes, entenderán perfectamente que a los niños que leíamos las entregas semanales de El Guerrero del Antifaz" esta historia de Bin Laden nos suene a cuento desde sus inicios. En realidad, parece propio de un cuento que el hijo de una riquísima familia árabe, que tiene negocios con los Bush, pase de ser un agente de la CIA que luchó contra los soviéticos en Afganistán a representar el papel de enemigo acérrimo de los norteamericanos y del resto del mundo en ese mismo país. E igual de fantástico parece que se nos haya querido hacer creer que dirigía una conspiración planetaria desde una cueva remota y al parecer inaccesible de Asia en la que no disponía de televisión ni de teléfono.

Desde que uno de los socios de su padre, Bush ´el mentiroso´, le atribuyó, sin ninguna prueba, los todavía no aclarados atentados del 11-S, la obligada captura de Bin Laden se convirtió en un engorro para la presidencia norteamericana y para sus servicios secretos. Vivo era un problema y muerto y enterrado, también. En los primeros tiempos todavía se difundieron unos vídeos suyos profiriendo amenazas. Después, se pasó a decir que ya no controlaba su organización y que Al Qaeda funcionaba por medio de franquicias. Y, por último, surgieron las revueltas populares democráticas en los países árabes que vinieron a demostrar que el islamismo radical era poco más que un invento propagandístico.

Pero Obama ha encontrado una cínica solución, impropia de un Premio Nobel de la Paz. Acosado en el interior por una extrema derecha poderosa, que dudaba hasta de su nacionalidad y le atribuía pactos nefandos con los islamistas, se decantó por la iniciativa de eliminar el mito de Bin Laden creado por su antecesor. El desenlace ha sido tan peliculero como el resto de la historia. Un comando de los marines, gracias a la información obtenida de un preso torturado en Guantánamo, asalta la mansión donde el supuesto Bin Laden vivía protegido por el ejército y los servicios secretos del aliado Pakistán, lo asesina en una acción retransmitida en directo a la Casa Blanca, y después traslada el cadáver en helicóptero hasta un navío de guerra desde que el que se le sepulta en el mar, para evitar la creación de un mito parecido al del Apóstol Santiago.

No me digan que no parece un cuento.