Si uno está interesado en seguir el día a día de lo que sucede en el Vaticano es necesario que se detenga en las crónicas de cuatro periodistas: el agudo y culto Giancarlo Zizola, vaticanista de Il sole; Andrea Tornielli, de La Stampa, quizás el mejor informado de todos; Sandro Magister, de L´Espresso, conservador y brillante; y, por último, el ecuánime vaticanista norteamericano John Allen, del National Catholic Reporter.

Precisamente, en su última crónica semanal, John Allen reflexionaba sobre la beatificación de Juan Pablo II y el papel que desempeñará en la historia del catolicismo: «Como figuras históricas, los santos son gente compleja —escribe Allen—. Sin embargo, su legado a menudo puede ser expresado con una idea muy simple: San Francisco de Asís y el amor a las criaturas; la Madre Teresa de Calcuta como sierva de los pobres y de los humildes; el Cura de Ars como patrón de los sacerdotes y de la vida parroquial». Allen se preguntaba por la idea central que definiría la santidad y la importancia histórica de Juan Pablo II; una pregunta en apariencia sencilla pero que oculta un laberinto de respuestas, ninguna del todo convincente. ¿Fue Juan Pablo II la figura clave para interpretar el Concilio Vaticano II —como en alguna ocasión ha sugerido Benedicto XVI— o sería mejor considerarlo como el ´Papa de la globalización´? ¿Fue un apóstol de la trascendencia, en medio de un mundo secularizado, o un icono del perdón, después de haber abrazado al hombre que intentó matarlo? En realidad, sea cual sea la respuesta que le demos a estas preguntas, nos hallamos ante una personalidad poliédrica, a menudo contradictoria y de una enorme complejidad, cuyo motto central —más que el Totus tuus de su blasón episcopal—, quizás fue esa famosa exhortación que lanzó al mundo en su primera homilía papal: «¡No tengáis miedo!».

Tres décadas más tarde, el catolicismo —en tanto que fuerza social y cultural— ya no es el mismo. Podríamos definir a Juan Pablo II como el primer Papa de las masas que dejó, sin embargo, una Iglesia intelectualmente atrincherada y en franco retroceso. Asediado por el laicismo, la indiferencia, la pujanza del Islam y las culpas de la Historia —por las que repetidamente supo pedir perdón—, Wojtyla exhortó a los católicos a no tener miedo, al tiempo que la Iglesia se ensimismaba en una especie de bucle sentimental y melancólico. Una de las diferencias más sutiles, pero también más obvias, entre Juan Pablo II y Benedicto XVI es que el primero apeló al vigor de las masas y el segundo busca en las minorías creativas la levadura fresca del cristianismo. Si Karol Wojtyla llenó estadios, Ratzinger ha optado por abrir un debate a fondo sobre la genealogía de la modernidad, ya sea en sus encíclicas, en sus libros o, más recientemente, en una iniciativa bautizada como «el Patio de los Gentiles», que convoca a un diálogo entre el mundo laico y el cristianismo.

Regresando a la pregunta de Allen, será el paso del tiempo quien calibre la significación y la importancia del pontificado de Juan Pablo II: un tomista que dialogaba con Lévinas, un conservador que rezó con los budistas y los musulmanes, un poeta que tuvo que hacer política.