Aquel mediodía, pronto hará diez años, en que las Torres Gemelas comenzaron a arder coincidiendo con los telediarios, estaba yo en casa, en Madrid, incubando uno de mis catarros periódicos. Ahora, la muerte de Bin Laden, que siempre aparece o desaparece en período electoral, me pilla en ese mismo trance, con mucho Frenadol y Fiumicil. Entre uno y otro resfriado transcurren prácticamente las dos legislaturas de Zapatero, una ristra de constipados para España que al final degeneró en pulmonía por culpa de un mal diagnóstico y una intervención apocada y tardía. Ignoro si Bin Laden era adicto a los catarros como yo mismo, como España, pero los americanos le han hecho el favor de librarle definitivamente de cualquier virus, de todo mal.

No siempre podemos escoger, pero es seguro que el terrorista elige libremente su devastador oficio. Algunos se han puesto estupendos, estos días, cuestionando la legalidad de la acción de Obama. No quiero pensar lo que hubieran dicho de haber fracasado la operación. En la lucha antiterrorista, como en la vida en general, el éxito cuenta mucho. Y la legalidad de los métodos empleados se mide también en función de un buen resultado o de una torpe aplicación. El resto es pura hipocresía, y en España somos algo expertos en eso. El terrorista tiene que saber que si un día le pillan le pueden abrir un boquete en la cabeza sin demasiadas contemplaciones. Él se lo habrá buscado. Haber escogido una vía discrepante más respetuosa con los demás. Bien por Obama, y lo mismo de bien me habría parecido, no como a otros, entre ellos nuestro presidente por poco tiempo, si el disparo lo hubiera ordenado el señor Bush. Lástima que, en este caso, no podamos decir que muerto el perro se acabó la rabia.

Zapatero se encontró con una España que también sufría algún resfriado, de vez en cuando, y nos deja un país en plena neumonía. Ya no vale el Frenadol, y parece que el personal ha decidido preguntar a los de Rajoy por una nueva medicación. Cada vez que se consuma un vuelco electoral es porque un montón de ciudadanos ha decidido pensar el voto con su propia cabeza, pasando de los breviarios ideológicos, tan perjudiciales para la salud intelectual. Este paisano que se inclina hoy por unos y mañana por otros, porque le da la gana o porque así lo ha resuelto después de deliberar consigo mismo, practica el sano voto de la infidelidad y no es cautivo de ninguna sigla. Al fin y al cabo, la fidelidad es a veces la persistencia en el mismo error. Así que los Gobiernos cambian porque hay gente que cambia, porque la realidad es también cambiante, como lo son nuestros deseos y nuestros traumas. Aunque en España la mayor parte del personal aún acude a las urnas con el misal partidario incorporado, llueva o nieve.

Los medios cercanos al socialismo buscan sembrar la alarma con las encuestas que vaticinan la debacle del partido. Confían que el personal más o menos afín reaccione. Los de la Sexta echan también una mano, es de bien nacidos ser agradecidos, y americanizan el asunto metiendo a Zapatero en el programa de una presentadora que hace monólogos cómicos, aunque lo del presidente sea más bien para llorar. La feligresía anda a la busca del voto progre desencantado, suponiendo que los progres vean la televisión. De perdidos al río, no me extrañaría que el de Moncloa rematara la campaña presentando algún late night con Buenafuente. Pero el problema de los socialistas es que no tienen enfrente a un tipo tan salido de madre como Aznar, para dar miedo, menudo chollo electoral lo de la guerra aquella. Hacer lo propio con Rajoy resulta mucho más complicado, porque Rajoy por no dar no da ni miedo. El socialismo, o lo que sea, podría quizás salvarse de la quema con un adversario adecuado en la otra acera. Pero resulta que su mayor obstáculo lo tiene dentro de casa, y aunque diga que se va, nadie se fía de que el virus no se reproduzca en otro cuerpo, como en Alien.