Empieza una campaña electoral y con resignado fatalismo hemos de disponernos a recibir los impactos de unos eslóganes políticos cada vez más pobres y esquemáticos, cada vez más percutientes. Se diría que en los últimos tiempos no sólo la capacidad argumentativa, sino también la imaginación han desaparecido de las maquinarias responsables de la elaboración de los discursos políticos —si ´discurso político´ no se hubiese convertido ya en una contradicción en los términos— en los que se apoyan los candidatos para persuadirnos de que es mejor votarlos a ellos que a los otros, o que quedarse en casa.

Hace ya tiempo que se ha descubierto que la llamada solidaridad negativa —la que aglutina individuos que se oponen a algo— es más eficaz para aunar voluntades que la positiva —la que une a los individuos para abordar alguna tarea o misión—. Desde entonces, los partidos políticos se esfuerzan cada vez más en hacer saltar el resorte que una a sus votantes en un solo hombre contra la perfidia del contrincante político, representación del mal. Para lograr eso no hace falta argumentar, solo hace falta identificar al antagonista con esa imagen maligna.

No es difícil vaticinar las ideas fuerza que las formaciones políticas van a repetir ad náuseam en la campaña inminente. Basta recordar las usadas en el pasado. La figura del doberman en el famoso vídeo de la campaña de 1996 es un ejemplo paradigmático del intento de asociar una imagen maligna al rival. Tildar a un jefe de Gobierno de ser el peor desde Fernando VII a esta parte —aserto absolutamente imposible de verificar o de falsar, porque no hay criterios objetivos o cuantificables de cuya suma o resta se pueda deducir el resultado que señala el aserto— es otro ejemplo de esa manera de movilizar a un electorado por solidaridad negativa.

Si hay una figura que es universalmente aceptada como representación del mal es la de Adolf Hitler. Así, tildar de ´nazis´ a los adversarios es

altamente eficaz en la estrategia que estamos exponiendo. Se entiende que esa etiqueta de nazis se la arrojan unos a otros en un alarde de falta de imaginación y de escrúpulos a partes iguales. Ya sean los nacionalistas a los centralistas, los centralistas a los nacionalistas —con el fácil recurso de cambiar la c por una z—, las derechas a los socialistas —con parecido recurso gráfico—, o a la inversa. Por cierto, esa manera de tomar el nombre de Hitler en vano debería ser castigada en los tribunales, como le ha pasado al antiguo portavoz del primer Gobierno Aznar, Miguel Ángel Rodríguez.

La otra cara de la misma moneda es el victimismo. Por eso, el rival no solo ha de ser identificado con el mal a través de un etiquetado, sino que se ha de pasar revista a todos los daños que ese mal puede infligirnos y presentarlos como amenaza. Esta estratagema de demonizar al contrario no la hemos patentado los españoles. Véase si no el intento del ala más conservadora del Partido Republicano estadounidense representada por Donald Trump de hacer pasar a Obama por ´no estadounidense´, lo que ha obligado al actual presidente a mostrar públicamente su partida de nacimiento. Pero sí es específicamente español el entusiasmo que muestran amplios sectores de la ciudadanía por

participar en esa estrategia maniquea de asociar al otro con el mal absoluto.

Estos fenómenos no se dan solo en política, curiosamente. Es normal que los hinchas del Real Madrid y Barcelona, por ejemplo, quieran que gane su equipo. Se puede considerar normal, incluso, que tengan una visión un tanto deformada de las virtudes de los jugadores propios y de las de los ajenos. Pero lo que es definitivamente digno de diván de psicoanalista es que los partidarios de un equipo se alineen con las delirantes tesis victimistas de su entrenador, que denuncia un ´poder oculto´ —y maligno— de los rivales que lo han derrotado con tal de no reconocer un planteamiento táctico equivocado. Así se vienen mezclando política y deporte; y la imagen de los pérfidos catalanes o los centralistas madrileños se ha fundido con la de los equipos de fútbol respectivos.

Ese afán irrefrenable de aceptar como propias las consignas —interesadas— que proponen los que cada uno considera ´los suyos´ y que se han simplificado de la manera maniquea que denunciamos tiene como principal efecto alejar de nosotros la funesta manía de pensar, algo innecesario cuando es tan fácil condenar para sentirse confortablemente formando parte de la grey de los justos, cuya esencia consiste precisamente en que la razón y la verdad están siempre de su parte.