La reforma de las pensiones precisa una disposición adicional en la que se estipule que «se prohíbe terminantemente que los menores de 50 años hablen sobre su jubilación. Deben ocupar su mente con asuntos más inmediatos, incluido el sexo». Hay que felicitar al lobby de los fondos privados, con ramificaciones en el Gobierno, por haber conseguido que veinteañeros con su acceso vedado al mercado de trabajo se desvelen cavilando qué será de su vida laboral de aquí a medio siglo. Entonces, el mundo habrá cambiado por encima de toda proyección demográfica, pero la crisis económica no ha servido ni para aprender a desconfiar de sus autores, que siguen diseñando ingeniosos procedimientos con objeto de desplumar a los contribuyentes.

Antes de entrar, dejen salir, pero el desempleo juvenil ha de curarse sin relevar a las generaciones anteriores, mientras los adictos a las hipotecas se inyectan hoy fondos privados de garantía y beneficios tan dudosos como los públicos. Si quedara espacio para asuntos distintos de la economía, cabría reparar en que los cultísimos occidentales abominan de los cuarenta años que comprende su desempeño laboral. Es decir, reniegan de su entera vida adulta, que proclaman como un océano de frustración. Odian de tal manera el trabajo o la atmósfera en que se desarrolla, que sólo aspiran a liberarse de él. Las monsergas sobre el empleo como realización personal han quedado arrinconadas en la civilización del gratis total.

Hasta que se prohíba hablar de las pensiones, los treintañeros seguirán calculando las décadas que necesitan para ganarse una jubilación en condiciones que nadie puede prometerles. La urgencia por programar, desde el mismo nacimiento, toda la evolución vital hasta la misma muerte es una presunción de la era tecnológica. El día de mañana no estuvo nunca tan cercano y tan alejado a la vez.

El profesor de ballet de Cisne negro le enseña a Natalie Portman que «la perfección no es sólo control, también consiste en dejarse ir». En efecto, menos pensiones y más pasiones.