La resolución 1973, adoptada por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas el pasado 17 de marzo autorizando una intervención militar en Libia, es el resultado de una gran presión ejercida no solo a nivel gubernamental sino también social. Hasta entonces, habíamos observado atónitos la masacre llevada a cabo por Gaddafi sobre su propio pueblo, aderezada con discursos temerarios y desafiantes a la comunidad internacional. Las locuras de un dictador que nos tomábamos hasta hace poco a risa (su visionario Libro Verde, sus escolta de cuarenta amazonas vírgenes, su jaima con la que viajaba por todo el mundo, su aspecto excéntrico) se hacían palpables con una crueldad aterradora. La petición del Consejo de Seguridad del «establecimiento inmediato de un alto el fuego y de un fin total de la violencia y de todos los ataques y abusos a civiles» fue, si bien tardía, loable.

La «autorización a los Estados miembros —tras notificación al secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki Moon y al de la Liga Árabe, Amr Moussa— para llevar a cabo todas las medidas necesarias (…) para proteger a civiles y a las áreas de población civiles, incluyendo Benghazi» resulta lógica y forma parte de los deberes de la comunidad internacional: la defensa de los civiles en cualquier país. Y la exclusión de «cualquier forma de ocupación extranjera en cualquier parte del territorio libio» era tranquilizadora, ahuyentando fantasmas del pasado, cuando se produjeron intervenciones encaminadas claramente a una ocupación (caso de la última y fallida intervención en Irak, caso también de Afganistán). Dicha resolución debería, por tanto, habernos resultado reconfortante, tanto por su objetivo —la protección de civiles y el impedir una masacre— como por la forma —a diferencia de otras intervenciones, se buscó la aprobación del Consejo de Seguridad, la más alta instancia internacional de la que disponemos

Sin embargo, ya en el momento de la adopción de la resolución, se percibían elementos que llevaban a rebajar la euforia inicial. En primer lugar, la ambigüedad de la ´protección de civiles´ como leitmotiv de la intervención. ¿Qué consecuencias prácticas tiene la protección de civiles? Se trataba de evitar la masacre que hasta entonces se había infligido a los rebeldes, o se trataba de evitar una guerra? ¿Implicaba el derrocamiento del régimen en el poder, o simplemente asegurar una igualdad de fuerzas entre los dos bandos en conflicto? ¿Llevaba consigo la vigilancia de una zona de exclusión aérea, o también el bombardeo de objetivos militares e incluso civiles? En segundo lugar, ¿por qué se interviene en Libia, y no en otros países, donde se producen masacres similares (República Centroafricana del Congo, Palestina), o que son más cercanos geopolíticamente a Occidente (Bahrein, Siria, Arabia Saudí)? En tercer lugar, ¿hasta cuándo se produciría esta intervención? ¿Hasta el final del enfrentamiento, sea cual fuere el resultado? ¿Aceptaría la comunidad internacional la victoria del dictador que no había dudado en matar a miles de personas en su empeño por aferrarse al poder? Y en último lugar ¿por qué cinco países (Rusia, Alemania, China, India, Brasil), dos de ellos con poder de veto (Rusia y China) se abstuvieron de la votación? Si tanto el objetivo como las formas de esta intervención eran tan claros y transparentes, ¿por qué estos países se negaron a votar a favor de la resolución?

Estas dudas iniciales han ido recibiendo respuestas en los últimos días: el tercer día de la intervención vimos cómo uno de los palacios presidenciales (un objetivo en principio no estrictamente militar) fue bombardeado por las fuerzas aliadas; simultáneamente al comienzo de la intervención, los rebeldes, que se habían visto reducidos al Este del país, han ido retomando posiciones y reconquistando ciudades perdidas recientemente, gracias en gran medida al apoyo de los aliados; desde el comienzo de la intervención toda la fuerza aérea de Gaddafi ha sido destruida, y se han atacado bases militares clave en la logística militar del régimen. Por otro lado, el Consejo Nacional Libio —representativo de los rebeldes— ha sido reconocido como interlocutor válido por parte de Francia, quien ha asumido el liderazgo de la operación (en un movimiento muy inteligente de Estados Unidos, que no quería ser percibido de nuevo como el causante de la guerra en el mundo árabe); y, como colofón (al menos hasta ahora), el pasado 29 de marzo tuvo lugar una reunión en Londres, a la que asistieron una treintena de países, cinco organizaciones internacionales para discutir del futuro de Libia… con los rebeldes, a los que se dio respaldo total.

Resulta curioso el ver cómo lo que se suponía era una intervención ´humanitaria´ (según palabras del propio Obama) para evitar una masacre y proteger vidas humanas se ha ido transformando (o quizás, simplemente haciéndose más evidente) en un apoyo a uno de los bandos, el de los rebeldes, en medio de lo que ya nadie duda es una guerra civil. Y este apoyo ha sido, según lo expuesto arriba, explícito en ocasiones (reconocimiento del Consejo Nacional Libio), implícito en otras (apoyo militar). Estamos, pues, lejos del objetivo inicial de la resolución. No se trata de una intervención humanitaria, se trata de una guerra, con el objetivo de derrocar un régimen.

Esta transformación de intervención humanitaria en guerra ha sido denunciada por la Liga Árabe (que inicialmente había manifestado su apoyo a la intervención) y por países como Rusia, que en un momento inicial se abstuvo en la votación del Consejo General, quizá previendo los riesgos de una formulación tan ambigua en el texto de la resolución. Y además, ha creado una fracción muy importante en el seno del mundo árabe: por un lado, los países que apoyaron a Gaddafi desde un principio (fundamentalmente Argelia y Siria, que otorgaron ayuda armamentística al dictador libio, en un intento por transmitir a sus propios pueblos que no todas las revoluciones en el mundo árabe triunfarían) y por otro lado, los países más próximos a EE (como es el caso de Bahrein, Arabia Saudita, Qatar o Jordania, que han ofrecido apoyo militar a la intervención). Esta fracción no es nueva, los países árabes no han estado de acuerdo entre sí casi nunca en casi nada (el fracaso del panarabismo merece objeto de mucha reflexión), pero se ha visto acentuada a través de este apoyo a la revolución por parte de Occidente. Y, no nos engañemos, a Occidente no le interesa un mundo árabe unido, fuerte y con voz propia.

Con lo expuesto arriba no se trata en absoluto de defender ni a Gaddafi ni a cualquier otro dictador del mundo árabe; Gaddafi, como todos los demás dictadores, han estado cometiendo atrocidades durante décadas (con el consentimiento explícito de la comunidad internacional, para la que el régimen constituía tanto un mercado fértil de venta de armas como un buen socio comercial; no olvidemos que la UE antes de la revolución se encontraba en plena negociación para firmar un Acuerdo de Partenariado con Libia, vinculado a un generoso paquete financiero).

Una intervención para evitar dichas atrocidades es no sólo justificable sino necesaria. Sin embargo, es esencial recordar que en toda la historia de la humanidad no ha habido ni una sola revolución que haya triunfado de manera duradera sin que la misma sea originada, liderada y llevada a cabo por el pueblo, sin intromisiones externas. La comunidad internacional debería poner tantos medios en evitar las masacres de civiles como en no privar a las revoluciones de su elemento más genuino: su carácter popular. Además, los esfuerzos internacionales deberían también centrarse en la mediación entre las partes en conflicto para poner a su alcance los mecanismos y los medios para poder lograr una transición lo más pacífica posible hacia un sistema plural y participativo.

En el contexto geopolítico de la región tenemos ejemplos flagrantes de cambios de régimen frustrados por un excesivo intervencionismo extranjero. Por tanto, seamos prudentes con la resolución, a la cual la intervención se debería ajustar de manera estricta; se trata de evitar muertes civiles, no se trata de favorecer a una parte (los rebeldes) sobre otra (el régimen libio), porque la revolución es de los libios y a ellos les pertenece el obtener sus libertades. Y si, por el contrario, el objetivo para Occidente no es otro que decidir el futuro de los árabes sin tener en cuenta a los propios árabes, digámoslo claramente y sin tapujos.