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Espacio Abierto

Una cena cualquiera

"No es extraño verme sentado a una mesa presidida por mi amigo Kierkegaard. De hecho, al menos un par de veces al mes nos reunimos en un conocido restaurante unos cuantos amigos para discutir de cualquier tema"

No es extraño verme sentado a una mesa presidida por mi amigo Kierkegaard. De hecho, al menos un par de veces al mes nos reunimos en un conocido restaurante unos cuantos amigos para discutir de cualquier tema. El objetivo es solucionar el mundo a medida que aumenta el calor etílico.

Hace una semana cenamos en un italiano. La mesa se fue agrandando hasta el punto de que yo no conocía a nadie, excepto a Kierkegaard y a otro amigo que estaba en la otra punta de la mesa. Como siempre, me dediqué a administrar el silencio torpemente, mientras discutía fuertemente con el filósofo danés, que siempre anda recriminándome que no soy más que un discípulo de segunda clase.

Ya, sí, entiendo que el lector hoy no comprenda hacia dónde va este artículo, pero es que tampoco yo entiendo mucho mis discusiones con el temeroso y tembloroso pensador de Copenhague.

A medida que transcurría la noche, iba quedando menos gente en la mesa. Al final quedamos un puñado de comensales y bebensales, entre quienes sólo conocía a Kierkegaard y al amigo que estuvo en la otra punta, un tipo de esos que demuestran que la amistad a veces se funda en un acto de anamnesis platónica.

Alguien pidió la palabra y leyó esto: «Y sólo quien domina el arte del adiós conoce el valor de la presencia. Despedirse consiste en saber en todo momento que la presencia es un milagro inmediato y carnal que no perdura. Estar presente es un acontecimiento tan improbable y sencillo. Apenas solo existimos cuando somos convocados a un espacio ocupado por aquello que dota de sentido y superficie nuestro tiempo… ¡Vamos, que os larguéis!».

Quien así hablaba era la camarera que, sabedora de nuestra pasión por la filosofía, nos estaba pidiendo educadamente que nos largáramos de una santa vez, porque tenían que cerrar el restaurante.

Naturalmente, accedimos a su ruego, no sin antes celebrar una eucaristía para darnos la paz antes de salir por la puerta. Vamos, que nos llevamos el pan que había sobrado. Estaba delicioso. Me duró una sentada. Si además hubiera sido posible hundir su miga en una salsa de callos madrileños, la eucaristía habría alcanzado el nivel de epifanía, pero para entonces mi estómago habría sucumbido por el tizón diabólico de la indigestión.

Dicho queda.

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