Al final, todo tiene su principio y su por qué. Durante la última década hemos ido desterrando paulatinamente de nuestra sociedad la responsabilidad de los actos y, al final, las normas y —por añadidura— la justicia no sirven para absolutamente nada. Ya desde pequeños, los niños aprenden que todo lo que hagan es disculpable y, por tanto, ninguno de sus actos merece la aplicación de un castigo.

De este modo, hoy en día, los desperfectos ocasionados por unos jóvenes —por ejemplo, romper los espejos de varios coches— son vistos como gamberradas; una persona puede cometer un millón de hurtos y —al tratarse de un delito menor— estar en la calle al minuto siguiente; un adolescente puede casarse con 14 años, conducir con 16, follar con 15, drogarse con 12 y abortar con 16, pero para ser juzgado es tratado como si fuese un niño de teta. Se ha llegado hasta tal punto que hoy por hoy existe una absurda apología del presidiario, mostrándose a éste como un pobre hombre privado de libertad llorando a moco tendido con canciones de Los Chichos, como si todos los presos estuviesen en la cárcel por robar un pollo en un supermercado para dar de comer a sus hijos. Incluso, a veces, resulta aterradoramente increíble la facilidad que tienen las Fuerzas de Seguridad para acribillar a un oso que se ha escapado porque pone en peligro a los ciudadanos y, por el contrario, la increíble facilidad que tienen los jueces para soltar a miles de ladrones, violadores, atracadores, asesinos o terroristas como si no fuesen peligrosos para nadie.

El ejemplo más claro del descrédito de las normas —y, por consiguiente, de la Justicia— es el caso del asesinato de Marta del Castillo. En este último año hemos comprobado lamentablemente cómo tres chavales se han reído de todo el poder judicial, de todas las Fuerzas de Seguridad del Estado, de toda la sociedad y, lo que es peor, de los padres de la joven asesinada. Puede que incluso, tal como están las leyes, alguno de ellos se vaya de rositas. Pero lo peor, sin lugar a dudas, es que los padres ni siquiera puedan enterrar el cadáver de su hija. Y, sin embargo, hoy en día existen medios químicos para que una persona diga la verdad, como el tiopentato de sodio, o medios menos agresivos, como la hipnosis, ambos usos fácilmente justificables, ya que los propios acusados han reconocido su participación en los hechos. ¿No es acaso la búsqueda de la verdad el fin último de la Justicia? ¿O acaso es que la Justicia se ha convertido en un mero negocio para beneficio de unos pocos?

En muchas ocasiones he escuchado decir a juristas y políticos que las leyes —las normas— no pueden hacerlas las víctimas, porque no serían parciales ni objetivas. Y puede que tengan razón, pero esa afirmación siempre me ha dejado un mal sabor de boca, porque —al final— siempre me surge la misma pregunta; si no se hacen las leyes a favor de las víctimas ¿no será que se están haciendo a favor de los delincuentes?

Sea como fuere, puede que una persona que ha asesinado a otra fríamente cumpla con la sociedad con diez o quince años de cárcel, pero ¿con cuántos años se paga el olor o las caricias ausentes del hijo asesinado? ¿Cuántos años se necesitan para reparar el daño moral? Y ahí, quizá, radica el problema; como cualquier acto es justificable, cualquier moral es válida, lo que al final —curiosamente— conlleva la muerte de la moral y —por añadidura— de la propia Justicia. Y en esas estamos.