Detesto los calores del verano, cuando empiezan a apuntar en junio, y lamento el ocaso del estío cuando agosto se precipita hacia el final, como ahora mismo. Cuesta penetrar en la placenta del verano, en la salvaje luz de agosto, pero una vez instalados en su excepcionalidad desearíamos permanecer en ese limbo mucho más tiempo, el resto de la vida quizás. El verano debería de ser la única estación del año, y el gobierno prohibir las otras tres por decreto.

Casi alcanzo a tocar el Mediterráneo, desde mi terraza. Media docena escasa de veraneantes, en un mar exageradamente azulón, sería una estampa impresionista de Sorolla. Pero el amontonamiento de varios centenares de cuerpos no siempre apolíneos, hirviendo sobre la arena, me remite cada mañana a una pintura apocalíptica de El Bosco. Así debe ser el Infierno, me digo entre Nespresso y Martini. No me gusta el mar, es para los amantes de lo inmenso y lo trascendente y yo me muevo mejor entre ficus, buganvilias y geranios. Pero vivo cada verano como una revelación, aunque no se me aparezca ninguna virgen, y al estallar agosto acabo apoltronándome todo el mes allí donde el calor me asalta y obtiene su primer round.

En un programa de la tele hablan los invitados de los veranos de su vida. Como el personal ronda ya una edad, resulta que sus mejores estíos sucedieron bajo la égida del Caudillo, y los evocan encantadísimos. Se ve que Franco debía de mandar en todo menos en el verano. A ver si al final resultará que también se podía ser medianamente feliz bajo la dictadura, o a pesar de ella, eventualidad que de comprobarse como cierta podría traumatizar a más de un progre de manual. Como cuando un amiga de los setenta, lesbiana y marxista , descubrió en la letra pequeña de un texto doctrinario que lo suyo no resultaba nada ortodoxo, un vicio burgués. Y la pobre tuvo que escoger entre seguir siendo lesbiana o comunista. No recuerdo que cosa decidió.

Siguiendo con el programita, con la fascinante intrascendencia del verano, intento recordar mi agosto más exultante, a pesar de militar yo en la desmemoria histórica, que siempre ha sido lo mejor para el cutis y para la salud. Al invocar tal efemérides suena impepinable, y nunca mejor dicho, un viejo vinilo de Peppino di Capri, inconvenientemente actualizado en una sacrílega versión que me bajé del Itunes. El twist de Saint Tropez, un himno de libertad navegando en mi cabeza quinceañera y por las radios de la época. El franquismo fue una historia por fascículos, y el correspondiente a los años sesenta tenía ya sus paradojas. Prohibía leer a Marx y dejaba cantar en cambio el twist de Saint Tropez, que a mí me parecía mucho más subversivo. Este Peppino sonaba todo el día en mi casa aquel agosto del sesenta y tres, cuando Luther King dijo en la marcha de Washington que tenía un sueño, sin saber que semanas después matarían a John Kennedy, un picha brava con los pies de barro. Y que décadas más tarde un colega negro llegaría a la Casablanca, lo que según los entendidos parece ser el cumplimiento de la profecía de Nostradamus: el advenimiento del Anticristo emboscado como un alien en el cuerpo de Obama.

Peppino di Capri marcó mis sesenta tanto o más que Jean Paul Sartre o la guerra de Vietman. Lustros mas tarde visité Saint Tropez, en busca de sus huellas, pero nada hallé en ese municipio que me lo recordara, ni siquiera una placita con su nombre. Aun así, el twist de Peppino me sigue provocando, aunque sólo en temporada estival, el mismo alborozo estético que algunos líderes de Schubert. Questa è la vida fantástica de Saint Tropez. Agosto es una revelación que nos pone gloriosamente entre paréntesis para abocarnos después, sin piedad, al mediocre discurrir de septiembre, que sigue siendo verano, oficialmente, pero como si no.