El liberalismo es el único ideario de los últimos tres siglos que mantiene, al día de hoy, una presencia constante, perdurable, en lo que podemos llamar mecánica o 'infraestructura' de las sociedades modernas, así como en una parte fundamental de sus principios y valores. Quizá no sea el liberalismo radical, multidisciplinar y semi-anárquico que debería ser según la teoría y la literatura que lo inspiran, pero es una parte fundamental y constatable de la identidad común a las naciones desarrolladas y los Estados de Derecho. Ésta es una realidad que, sin embargo, se ve sistemáticamente contradicha y desautorizada por las opciones y opiniones políticas de la mayoría.

Aquí, no es el liberalismo, sino sus diversos antagonistas los que mantienen una vigencia plena y una hegemonía ideológica difíciles de comprender sólo desde la perspectiva de las ideas. Es preciso remitirse a un estrato bastante más profundo de la psique humana: el mismo que, en mi opinión, esconde las inquietudes ocultas que dan origen al impulso religioso. Más allá de la obviedad que supone predicar esto del fundamentalismo, entiendo que la fe es el único estado psicológico susceptible de desembocar en un pensamiento político antiliberal, sea fundamentalista o no. El recelo y la desconfianza hacia la libertad ajena (en el mercado, en la política, en las costumbres, en los valores) suele afectar a cualquier persona cuya conciencia social requiera respuestas inaplazables y definitivas, respuestas que sólo las doctrinas que ahorran el esfuerzo de pensar por uno mismo pueden aportar. Así, aquellos modelos políticos que, basándose en principios morales o en otros, otorgan al Estado una mayor legitimidad para coartar los movimientos físicos e intelectuales del individuo, sirven al tiempo para consolar a quienes buscan soluciones urgentes para su exceso de conciencia social. A veces, ésta no es más que la proyección de una angustia existencial que sólo la fe puede paliar de manera efectiva.

Pero la realidad es que todos los modelos antiliberales, sean cuales sean las soluciones que promueven, acaban provocando la involución hacia una moral pública de inevitable tentación totalizadora. Precisamente, porque, al igual que la religión, son capaces de formular soluciones simples y trascendentales a todos los problemas que se le plantean a la persona en relación a la sociedad de la que forma parte. Automáticamente, se produce una moralización y un blindaje dogmático de las cuestiones políticas, que servirá de coartada para poder decir al prójimo cómo ha de pensar, cómo ha de actuar y en qué cosas ha de creer. Los regímenes antiliberales, sean dictaduras al uso o democracias víctimas de alguna esclavitud ideológica, tienen como finalidad la conversión de la sociedad civil a un credo único, hacer que una doctrina y un sistema de valores excluyan a sus alternativas, hacer del pueblo un ente homogéneo y maleable. El antiliberalismo es la expresión política de la univocidad de criterio existente en la religión.

Sólo el liberalismo transfiere a la política el libre uso de la razón y la consecuente pluralidad de criterios, por lo que resulta ser el modelo político que mejor consiente y tolera la democracia. Hay que reconocer también que la fuerza que el liberalismo mantiene en nuestros días -que, como digo, se da mucho más en la práctica que en la teoría- no se la debemos tanto a que sea el modelo político que mejor consiente y tolera la democracia, sino a que sea el único reglaje económico que consiente y tolera la proliferación masiva de la riqueza y del bienestar material. El hecho de que el liberalismo sea mucho más denostado en el segundo aspecto que en el primero, en el aspecto económico quiero decir, constituye un problema puramente retórico, pues la realidad es que el orden capitalista es mucho menos frágil y muchísimo más aceptado en la práctica que la democracia y las libertades, cuyos enemigos no tienen grandes problemas en apelar a su nombre para combatirlas.

En España, el nacionalismo y la extrema izquierda, que son los que más moralmente implicados están en su causa, no ocultan su atracción por los modelos totalitarios. Socialdemócratas y conservadores, digamos la izquierda y la derecha civilizadas, aunque no padecen ese acusado instinto de intolerancia, siguen siendo antiliberales en sus formas de comunicar la política y practicarla. Bien es cierto que un sector importante del conservadurismo se ampara en la vieja fórmula del 'liberalismo-conservador', y a pesar del contrasentido implícito en el concepto, esa voluntad permite a los conservadores no representar una amenaza habitual para los liberales, a los que se oponen, sino una alianza estratégica frente a la izquierda antiliberal.

El liberalismo ha sido la inspiración de los principios fundacionales de la democracia y de la economía de mercado. Pero son otras doctrinas las que han salido moralmente fortalecidas de su fracaso, de su rotunda inviabilidad. Para ellas, el éxito ha consistido simplemente en descubrir que las ideologías pueden sobrevivir e imponerse gracias a la retórica, y que la realidad no afecta en nada a la fuerza de su discurso. Sólo les ha hecho falta aprender a reciclar el pensamiento único en función de los tiempos. Y saber cómo reconducir hacia el poder una buena vocación sacerdotal.

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