Soy seguidor incorregible de los artículos de opinión de mosén José María Ballarín, sacerdote y 'compañero del alma', no sólo en esto de nuestra común afición a airear a nuestro parecer en los periódicos sobre todo lo humano y a veces incluso lo divino, sino también generacional. Quiero decir de la generación de los años treinta del siglo pasado, habiendo vivido ambos los horrores de aquella guerra civil (fraticida) de la que tanto hablan desde la barrera quienes sólo la conocieron de oídas.

No han sido pocas las ocasiones en que encontrado mi propio parecer -salvadas sean las distancias de estilo y agudeza- expresadas, al menos en esencia, en los escritos del anciano y admirado clérigo. Verbigracia: su artículo del pasado día 21 de agosto de los corrientes en el que nos hace reparar en que los economistas emanados de las escuelas superiores del ramo no se arriesgan a inventar ni siquiera un nuevo tipo de sopa de ajo. Y añade que recientemente un amigo le ha hecho reparar en que a los tales (economistas) les sucede lo mismo que a los meteorólogos: que no pueden afinar pronósticos, que sólo pueden hacerlo cuando ya tienen la tempestad encima.

Yo, lo reconozco, además de coincidir con él, no me suelo quedar en eso; sino que soy lo suficientemente osado para proponer la medicina, la cual, en este caso concreto, consistiría en bombardear con misiles aire-tierra las escuelas superiores de economía hasta hacerlas desaparecer de sobre la faz de la tierra. Total, para lo que han servido...

Recuerden que las lumbreras emanadas de dichos centros, cuando ya los absolutamente profanos en la materia, como es el caso del que suscribe, llevados de una simple lógica, ya estábamos al cabo de la calle, nos salían con el cuento de que al sistema capitalista todavía le quedaba cuerda para rato y que lo que ya estaba empezando a llamarse crisis no era tal, sino una simple desaceleración del crecimiento ¿Recuerdan ustedes?... Lo cual, puesto en boca de altos políticos, vino a poner una vez más de manifiesto que, en este país, ni siquiera los presidentes de Gobierno tienen el más mínimo sentido del ridículo.

Lo grité a voz en cuello donde se me quiso escuchar y lo traje a colación numerosas veces en esta misma página: que lo de la sociedad llamada del bienestar, del consumo desaforado y del crecimiento sin medida, sólo podía conducir al genocidio por hambruna que acabaría conduciéndonos al precipicio en que actualmente ya nos estamos asomando. El padre Ballarín lo sabe, aunque posiblemente su condición no le permite expresarse tan crudamente como lo hago yo, si bien sus entrelíneas frecuentemente levantan ampollas.

Y no estoy haciendo comparaciones. Sé, y no es falsa modestia, que entre su talla intelectual y la mía no cabe comparación posible. Y en lo que se refiere a nuestras respectivas creencias y práctica de las mismas, mientras que a él se le nota una gran firmeza y convicción absoluta, las mías se tambalean en un mar de dudas. Aun siendo las mismas, claro.

Dada muestra condición de 'quinta del saco', a la que ambos pertenecemos, lo mas probable es que ya no tengamos ocasión de conocernos personalmente en esta perra vida. Pero, en la otra, forzosamente tendremos que encontrarnos para fundirnos en un gran abrazo en presencia de Brandomín y del autor de La vaca ciega, ya sea en los Campos Elíseos, en el lugar en que todos vamos a tener que rendir cuentas o haciendo cola en la puerta de la Gloria a la espera de que San Pedro nos franquee la entrada.

En lo que a él se refiere, por el solo hecho de habernos arrancado una carcajada o una simple sonrisa con uno de sus acudits (caída), ya la tiene -la entrada, digo- más que merecida. Y luego está lo de su bagaje, que si en vez de ser del espíritu, fuese material, de todas-todas su camello no pasaría por el ojo de la aguja.

Me sospecho que la mía va a ser mucho más problemática. Aunque de niño me enseñaron que la esperanza nunca debe perderse del todo.