Nadie dudaba que la casa de subastas Luthers & Jacobs se encontraba entre las más prestigiosas de Londres. Junto con Sotheby´s y Christie´s se trataba de uno de los puntos de referencia absoluto del coleccionismo mundial. Cada uno de sus voluminosos catálogos se aguardaba con enorme expectación, y las cantidades económicas que se generaban alrededor del mismo se incrementaban año tras año. Un selecto grupo de peritos y expertos en arte se encargaban de que sólo las mejores piezas fueran ofertadas a su restringida cartera de clientes. Quién amaba lo exclusivo traspasaba su doble puerta de roble con la certeza de que saldría con varios miles de libras menos en el bolsillo, pero complacido.

Cada casa de subastas tenía su especialidad. De todos era sabido que Dorotheum era la líder en códices medievales, como puso de manifiesto la subasta del Codex Regius Mesetaris, o que la orfebrería del siglo XVII era patrimonio de Halifax. Bonham, por su parte, se ocupaba de coches antiguos, y todavía se recordaba el asombroso caso de aquel auto de María Callas. Otras empresas del ramo -americanas, claro- se ocupaban de millonarios extravagantes y caprichosos -en su mayoría, japoneses- que querían pujar por el inodoro de John Lennon o las genuinas garras de Lobezno.

Luthers & Jacobs se ocupaba de libros. Ejemplares raros, ediciones únicas y autores perdidos en el tiempo o en bibliotecas olvidadas y polvorientas, descubrían en aquella casa de subastas un puerto seguro donde guarecerse y descubrir un nuevo destino.

— Los libros son objetos hermosos por sí mismos, Patrick. No lo olvides nunca. Por mucho dinero que un cliente desembolse, cualquier libro es un tesoro porque encierra una historia. Y ese hecho es lo que en realidad lo hace valioso.

— Si no entiendes eso, no podrás desempeñar este trabajo de forma adecuada — explicó Alfred Leyman, jefe de subastas de Luther, al empleado junior que le habían adjudicado ese semestre.

— Pero nuestra obligación es obtener el mayor beneficio posible para el cliente — adujo el joven con un punto de engreimiento.

— Sin duda, así es. Pero para ello, debemos transmitir desde el estrado que la pieza es importante, que atesora un latido único y que está destinado a ocupar en exclusiva el pecho del comprador. No se trata de que agites el mazo pomposamente ni que cantes cifras. Y si piensas que esa es la esencia de una subasta, tal vez deberías probar suerte en el edificio de la bolsa de valores en Paternoster Square. Si me aceptas la sugerencia, por supuesto.

Alfred Leyman se dirigió a la Sala Milton, en donde iba a tener lugar la subasta de aquella mañana de noviembre y que le correspondía presidir. A su paso, mientras se dirigía al estrado, las conversaciones se fueron extinguiendo. Los postores ya habían sido acomodados por las auxiliares de sala, y las líneas para las pujas telefónicas se encontraban operativas y dispuestas para recibir llamadas.

— ¿Son ellos? — indagó Patrick en un susurro dirigido a Leyman, mientras realizaba una sutil indicación con el mentón en dirección a dos ancianos sentados por la zona media de la sala.

— El del pañuelo al cuello es Stanley Morris. Un visionario y pionero de las telecomunicaciones. Varias aerolíneas y uno de los clientes más veteranos de Luthers & Jacobs. El que se atusa el mostacho es Lucius Berger, cadenas hoteleras de lujo y firmas de alta costura. Tal vez la persona que más dinero ha aportado a nuestras arcas. Ambos han hecho del coleccionismo un estilo de vida. Tienen dinero y no les importa gastarlo.

— ¿Y suelen coincidir en las mismas subastas? Eso es bueno para el negocio. Dos millonarios — apuntó el joven.

— Y más aún para el espectáculo. He presenciado duelos entre ambos, por hacerse con la posesión de una pieza, que han rozado lo épico y, escucha bien esto, jamás he visto un desplante ni un gesto de triunfo en el vencedor. Y cuando pienses en ellos hazlo como dos caballeros. Es lo que son. Se respetan.

— ¿Y quién suele ganar?

— Digamos que están a la par. Me contaron cierta historia sobre ellos, una rivalidad que viene de tiempo atrás y no estaba relacionada con los negocios. Algo sobre una dama. Habladurías, desde luego.

Las treinta personas que ocupaban la sala esgrimían ya sus palas de puja, dispuestos para recibir el primer lote. Patrick se situó a la derecha de Leyman como su asistente principal. Observó a los concurrentes, que en su mayoría eran hombres; tan sólo había dos mujeres, una de ellas de cierta edad, con un camafeo al cuello que no cesaba de acariciar. Alfred ocupó su lugar en el estrado y tomó el martillo, con lo que los últimos murmullos se apagaron. La cortina a la espalda de Leyman se alzó con un susurro dejando a la vista un mueble.

— Buenas tardes. Bienvenidos a Luthers & Jacobs, supone para nosotros un honor contar con su amable asistencia. Comencemos. El primer lote es un bureau del siglo XVIII, obra de artesanos suizos, en madera de roble y una canaladura de gran elegancia y acabado. Estarán de acuerdo conmigo en que es un objeto cuya belleza habla por sí sola. Sugiero un precio de salida de mil libras.

En cuestión de segundos las ofertas fueron surgiendo y comenzaron su progresiva ascensión. Alfred Leyman paseaba su mirada entre los espectadores y procedía a ir cantando las cifras hasta que surgía un silencio que preludiaba el fin de la puja, y con él, la adjudicación del hermoso mueble al último postor. Cuando la palabra «vendido» surgió de boca de Leyman, un sonoro golpe de mazo sentenció que la venta había concluido y el bureau tenía un nuevo y afortunado dueño.

Los asistentes, con sus manos enfundadas en guantes de algodón blancos para proteger la integridad de los objetos, fueron trasladando hasta el expositor las siguientes piezas del catálogo de esa tarde, y procedieron a colocarlas con sumo cuidado de cara a los postores. Antigüedades, joyas, vinos añejos, manuscritos y primeras ediciones, cuadros, todos fueron desfilando con el latido arcano de las historias que atesoraban en su interior.

— Ultimo lote y, si me lo permiten, la pieza más exquisita de la velada. Un retrato al óleo, obra del prestigioso pintor Algernon Lewis, titulado Retrato de una dama. Dado que es bien conocido por todos el valor de sus pinturas, les planteo una cifra de partida de dos mil quinientas libras.

Años después, cuando Patrick ya se había forjado una prestigiosa carrera y era considerado como uno de los principales subastadores senior de Londres, aún relataba con asombro los hechos de aquella jornada.

Como un relámpago las palas de Stanley Morris y Lucius Berger, de forma simultánea, se alzaron. Puja gemela. No era extraño, sobre todo al comienzo de las ofertas por un artículo. Lo inaudito comenzó a partir de ese instante. En el plazo de un minuto se sucedieron diez pujas por parte de ambos ancianos y la cifra de reserva se había cuadruplicado. Se trataba de uno de esos duelos entre ambos coleccionistas a los que había hecho alusión Leyman. A cada oferta de uno de ellos, como en un espejo, surgía la de su rival que, de inmediato, era replicada de nuevo.

Y entonces ocurrió.

La mujer del camafeo se levantó en silencio. Se giró para mirar a ambos hombres con un gesto pleno de gratitud. Sólo entonces Patrick comprendió. La modelo del cuadro, la dama de aquel hermoso óleo. Habían transcurrido décadas desde que había posado, pero la mirada era la misma que el pintor había captado con maestría en su lienzo. Una de esas miradas que no se olvidan, ni siquiera cuando los rostros de los enamorados envejecen. Ni siquiera cuando el corazón se resiste, cuando se niega a respetar el paso del tiempo.

Nadie apreció la señal que surgió entre Stanley y Lucius. Un leve asentimiento bastó para dar paso a la siguiente fase del plan que ambos ancianos llevaban establecido.

— Míster Leyman — anunció Lucius — el señor Stanley Morris y yo deseamos aunar nuestras ofertas para evitar posibles pujas rivales y asegurar la adquisición del cuadro.

— Pero... no ha habido más propuestas que las suyas — el desconcierto del subastador era evidente.

— ¿Es posible hacerlo? — atajó Stanley.

— Por supuesto, no existe ninguna regla en contra de lo que proponen, caballeros.

— En tal caso, ¿le importa proceder? — invitó Lucius.

Aquel postrer golpe de martillo tuvo varias consecuencias. La primera, es que se trató de una de las mayores cantidades desembolsadas en la historia de Luthers & Jacobs, un record que duró años. Además, gracias a ello, las deudas de aquella mujer, que se había visto obligada a desprenderse de su retrato de juventud desaparecieron. Y aquellos dos ancianos, que la amaron cuando ninguno de ellos tenía arrugas y que nunca fueron correspondidos, lanzaron un último brindis al aire en su honor.

En el plazo reglamentario de cuarenta y ocho horas se había realizado el jugoso ingreso en la cuenta bancaria de la Casa de Subastas y, previo descuento de su comisión, el dinero pasó a manos de la mujer.

A pesar de la dilatada experiencia de Alfred Leyman, el subastador se sorprendió cuando nadie pasó a recoger el cuadro vendido y adjudicado a Stanley y Lucius. Cuando expiró el plazo legal, la pintura volvió a manos de su dueña, hasta el momento de su muerte, acaecida hace pocos años.

En la actualidad, el cuadro está expuesto y puede ser contemplado en la sala número 43 de la tercera planta de la Tate Gallery en Londres, siendo la pieza más admirada de la retrospectiva de pintores ingleses del siglo XX. Entre los espectadores, causa especial fascinación el esmerado cuidado con el que el pintor plasmó los detalles del camafeo que la modelo luce al cuello.