Óbito

José Vera Nicolás, el niño de los ojos grandes

Su mirada seguirá conteniendo en su interior esa luz de ingenuidad y sentimiento que siempre albergó y que regaló a sus familiares y amigos

José Vera Nicolás

José Vera Nicolás / L.O.

Pascual Vera

Pascual Vera

José Vera Nicolás, mi hermano, fue un milagro. Durante más de medio siglo, desde que no era más que un bebé, lo fue. Un milagro laico y puramente biológico, pero milagro al fin.

Cuando no tenía más que unos meses, en una intervención de urgencia, su corazón dejó de latir. Murió. Y así permaneció, sin vida y con el corazón detenido, durante varios minutos. Pero mi hermano era tozudo bajo su apariencia siempre frágil, y su corazón volvió a latir. Y volvió a vivir. 56 años ha durado su segunda vida. Y en ella le ha dado tiempo para disfrutar de una nueva existencia y de hacerse querer por muchos amigos, que han ido desfilando por su vivienda en estos amargos meses para interesarse por su salud y para infundirle ánimo.

En los últimos tiempos me he visto impelido a escribir numerosos obituarios dedicados a recordar a varias personas que nos han ido dejando. Hubiera preferido no tener que escribir ninguno de ellos y que no se hubiera dado la situación que los ha originado. Y menos que ninguno, éste que escribo ahora.

Dicen que en el momento en que se acerca la parca se produce una explosión de recuerdos en el que vemos la vida entera, así han desfilado ante mí recuerdos de momentos compartidos con mi hermano menor, transportando mi memoria y sentimientos por los derroteros de numerosas vivencias compartidas.

Me vienen al recuerdo, sin ni siquiera convocarlas, esas imágenes mías empujando el viejo carricoche familiar de la acera que había frente a la casa familiar, siendo yo todavía un niño, para entretenerle, para que sus grandes ojos verdes se empaparan de una vida que había estado a punto de serle arrebatada apenas comenzada.

Mi hermano miraba todo entonces con ansia, como si el problema físico que estuvo a punto de arrebatárnoslo le hubiera causado un déficit de objetos y paisajes a los que mirar y con los que disfrutar, como poniéndose al día de las jornadas no vividas, pendiente su existencia de un hilo en una habitación de aquel edificio de la Arrixaca, recién estrenado, hoy Morales Meseguer, que ha sido a la postre el lugar en el que ha acabado sus días el pasado jueves.

Y su risa, una risa contagiosa, que explotaba de júbilo a cada achuchón que daba al columpio en el que lo montaba cada domingo en el barrio de Vistabella, mientras esperábamos que mi padre cerrara la churrería para volver con él a casa.

Esos grandes ojos que miraron y libaron la vida con avidez, como si quisieran aprehender para siempre, en cada vistazo, las formas y colores que su existencia le ofrecía.

Ha transcurrido mucho tiempo, pero sigo percibiendo su cara, agradecido y divertido, dispuesto siempre a celebrar mis chistes, por malos que fuesen, como las mejores ocurrencias. Estoy convencido de que sus ojos, hoy cerrados, siguen conteniendo en su interior esa luz de ingenuidad y sentimiento que siempre albergó, y que incluso, en sus momentos más complicados, casi hasta el final, ha seguido manteniendo y regalando a todos: a sus tres hermanos y a sus dos ‘merces’, su esposa y su hija, que lo adoraban y que lo han disfrutado hasta el último momento, haciéndole la vida lo más agradable que pudieron, y a esa enorme cohorte de amigos que los acompañaron siempre.

Buen viaje, hermano.