El deporte es una forma de entender la vida. Un modo de afianzarnos frente a otros seres animados o inanimados, inteligentes o supervivientes, máquinas, tendencias, modas y hasta ciencias de cualquier especie.

La lealtad a uno mismo y a nuestras posibilidades, la disciplina, el entrenamiento, el esfuerzo, el afán de superación, el camino como meta para alcanzar objetivos y sueños, la admiración por los éxitos ajenos y su reconocimiento, la estética, el desahogo, la perseverancia, aprender a ganar sin soberbia y a perder con humildad, sobre todo, y hasta los sentimientos y entender el azar, componen un calidoscopio difícilmente igualable.

Si hubiera que resumirlo, Rafael Nadal es el ejemplo. Y si fuera en términos conceptuales, la nobleza humana.

En Australia, el balear lo ha vuelto a hacer. Con treinta y cinco años ha logrado la cima de su carrera deportiva frente a un extraordinario rival, diez años menor. Nadal se encarama al primer puesto histórico del tenis de su propia mano y de quienes le han ayudado a conseguirlo.

Y todo se basa en una sentencia de su tío Toni cuando empezaba: lo importante es hacer bien la faena, sin pensar en ganar nada ni a nadie. Lección aplicable a cualquier faceta de la vida.

No todos tenemos las mismas capacidades, pero sí la facultad de elegir nuestro camino dentro de cualquier circunstancia. Hace años leí un librito de culto: El Hombre en busca de sentido, del psiquiatra vienés y judío Víktor Frankl, quien relataba su experiencia en los campos de exterminio nazis tras sufrir la pérdida de su familia. Un breviario de supervivencia tan escaso de páginas como ubérrimo de humanidad. He regalado docenas de ejemplares a gente que quiero y lo recomiendo de corazón. En ese evangelio de lo peor y mejor del ser humano, quizá hallen motivos para vivir con más positivismo y mejor talante los reveses de la vida. Esa lotería que a todos no toca inevitablemente y que, como el sufrimiento, a todos nos iguala.

El domingo al mediodía reconozco que después de todo lo vivido y a mis todavía setenta años, razonablemente regular llevados —gracias por el hallazgo, Eduardo Alonso—, pero con tendencia a mejorar —gracias también por este a José Ignacio Gras—, me emocioné con el triunfo en Melbourne del mejor deportista español de todos los tiempos: Rafael Nadal.

Y en esa emoción, más allá de lo que supone el triunfo mundial de un conciudadano español, pesaba la humana más que la gesta deportiva de un tipo ya madurillo para el deporte que un mes y medio antes no sabía si podría competir. Corazón con patas en su mejor acepción. Y el fútbol que a mí me gusta también se nutre de esas mismas fibras.

Marcelino, técnico del Athletic y con dilatada experiencia en otros clubes, definió bien en la radio la singularidad del Bilbao. La irrenunciable territorialidad de sus jugadores, principio del club, hace que normalmente se conozcan desde chicos, incluso con intensos lazos familiares durante años, y eso explica la ancestral unión en su vestuario. Más que un equipo, son una peña de amigos. Quizá esa distinción les habrá ayudado a ser, junto al Real Madrid y Barça, el único que siempre ha permanecido en Primera, superando con lazos de compenetración, afecto y solidaridad las alternantes diferencias cualitativas respecto a los demás.

El Barça, desde otros principios, también halló en los canteranos su etapa más dorada. Circunstancia que ahora, por aquello de la precariedad económica, pretenden recuperar. A la fuerza ahorcan, como ha ocurrido en tantos otros clubes. La pena es que no sea consecuencia de un gran liderazgo, como el que tuvieron con Guardiola, sino una necesidad perentoria. Solo la presencia de Xavi invita al optimismo a los enamorados del fútbol de base.

Hay madridistas a quienes encantaría que por el Bernabéu fuera igual. Pero chocan con la propia idiosincrasia del club. Desde don Santiago, cuando el Madrid empezó a descollar en los cincuenta del pasado siglo, los grandes fichajes han protagonizado sus épocas brillantes, desde Di Stéfano a Cristiano Ronaldo, salvo los yeyés de 1966 comandados por el inigualable Gento, veterano de las cinco Copas de Europa anteriores.

Pero el deporte, más allá de singularidades, debería ser asignatura obligada desde niños. Y no se trata solo de saltar el potro o hacer flexiones, sino de inculcar a nuestros hijos la nobleza deportiva.

Esa virtud que nace y muere en el corazón, porque de él son sus fibras.