Tribuna

Un principio básico del arte

El polifacético artista cartagenero Luis González-Adalid.

El polifacético artista cartagenero Luis González-Adalid. / Iván J. Urquízar

Luis González-Adalid

Si alguien nos dijera: «Mirad, con este simple palo voy a convocar la furia, la potencia desatada del mar sobre esa cala que tan bien conocéis y en la que rara vez se ve un mar tan agitado; y además, voy a dejar suspendido en él un tiempo inmanente, no un instante congelado como en la fotografía, sino un tiempo que se percibirá cada vez que se contemple»; sin duda, a ese alguien podríamos considerarlo, aun en estos tiempos de escepticismos, como un loco o una suerte de prestidigitador. Podríamos pensar, también, que conoce algún truco o, para los que aún no han perdido la fe en Walt Disney con todo lo que nos ha caído encima, que ese palo pudiera ser una especie de varita mágica.

Si todo esto ocurriera en un espacio breve de tiempo, en un momento, podría parecer magia o algo similar. Pero, si consideramos un tiempo más dilatado de ejecución –unos días– le llamaríamos entonces ‘proceso’. Y a partir de ahí, se elaborarían sesudos discursos –la mayoría a conveniencia, como viene sucediendo desde hace más de un siglo– y se sentirán invitados a la fiesta del arte los que nunca han querido saber de magia, ni tampoco, por supuesto, saben dibujar. 

Porque se trata –hablo– de un dibujo, obviamente.

Y son esos discursos, que a su vez alimentan otros discursos, los que de alguna manera condicionan nuestras prácticas artísticas, y nos exigen y someten «por llenado», como escribía un buen amigo filósofo, haciendo que obviemos ese aspecto básico, fundamental, del hecho artístico.

Algunos pensadores a los que respeto describen o consideran como chamanes a los artistas primigenios, capaces de relacionar las cosas y «traerlas a presencia», de «hacer visible lo invisible» o capaces de ver «lo que está ahí antes de estar ahí»… como ya escribieron Baudelaire, Steiner o John Berger entre muchos otros.

Además de su voluntad de significar, otro aspecto fundamental del arte es que descubre las relaciones entre las cosas. Entre la realidad y la ficción, por ejemplo, esa delgada línea y sin embargo amplio territorio en el que Octavio Paz decía que surgía la dimensión poética; o entre los sucesos y los contrarios, lo inerte y lo animado, lo terrenal y el más allá, la luz y los cuerpos, o simplemente entre los cuerpos y su sombra. «En la sombra de un hombre alejándose hay más misterio que en todas sus catedrales», llegaba a decir Giorgio de Chirico.

Y en base a –o inmersos en– ese tejido de relaciones, somos lo que somos: humanos; una afirmación cada vez más necesaria ante la avalancha tecnológica que se nos viene encima. Y es el arte, precisamente el arte, a pesar de lo que opinen dataístas, utilitaristas, negacionistas y descreídos, lo que nos diferencia y lo que nos completa. Y negar esas relaciones es negar nuestras propias posibilidades y reducirnos a poco más que seres sin dimensión poética, sin mirada. Otros dirán sin alma; no he querido decir animales, obviamente, por respeto hacia ellos. Porque, yendo un poco más allá de lo expuesto comúnmente en la ensalada de frases hechas que adornan casi siempre todo discurso artístico, el artista comprometido, los artistas, en realidad hacen visible lo posible, y sienten –sentimos– la vida como posibilidad.

Sí, precisamente es el arte, desvelando, mostrando esas relaciones, el que atisba o descubre posibilidades que a su vez, mediante su práctica y desarrollo, abren a otras posibilidades. Y en ese sentido hay magia por todas partes: en el palo quemado –un simple carboncillo–, en el horizonte dibujado, en un juego de luces, sombras y destellos entre unas ramas, en la propuesta de color de una jacaranda, o en el polvo dibujado por la luz tras unas cortinas agitándose.

Hacer visible lo invisible no es magia, como estamos tentados de creer en estos tiempos postdisney. Hacer visible lo invisible no es más que evidenciar las relaciones entre las cosas, incluyendo aquellas que nos interpelan, aquel «¿Qué sabes tú de mí?». Y en esto la ciencia se aproxima al arte, porque en ambos se evidencia que somos ‘homo quarens’, como decía Franz Wilceck (Premio Nobel de Física): animales que no dejamos de preguntar y preguntarnos. Pero, mientras la ciencia busca certezas, el arte plantea preguntas; y esa misma inquietud nos abre posibilidades, y las posibilidades ineludiblemente crean diversidad. Y es ahí precisamente donde encontramos el sentido de lo que somos y de nuestra relación y encaje con todo lo que nos rodea –vuelve a asomar aquello del ‘todo está en todo’ refrendado en buena medida por la física actual–; y asimismo podemos encontrar sentido en lo que aún no está o creemos que no está, porque el arte en realidad, y repito como una consideración personal, hace visible lo posible… y todo es posibilidad.

Dedicado a mis amigas y amigos de Cartagena Piensa en el festival Mucho Más Mayo.

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