Viajes a ninguna parte

Se hace cine al andar

Si hablamos de emoción en la gran pantalla, nada es comparable a los andares de un actor para hacer que uno quiera avanzar por esos mismos caminos

El joven Lincoln (John Ford, 1939).

El joven Lincoln (John Ford, 1939).

Llevo todo el verano escribiendo sobre las relaciones que el cine ha establecido con barcos, aviones, coches y demás medios de transporte, y he observado que, cada vez que una película se adentra en los dominios de uno de estos mastodontes, el ritmo de las escenas se apodera de sus motores y todo se vuelve más vertiginoso. Sin embargo, si hablamos de emoción, no creo que haya nada comparable a ver a un actor moviéndose con sus propias piernas por la pantalla. Yo, al menos, no tardo en sentirme como ellos y quiero siempre atravesar sus mismos caminos.

Decía John Ford que el cine era ver caminar a Henry Fonda, y puede que no exista una definición más acertada para reflejar el poder artístico de dicha disciplina. Imaginen por un momento que estamos en el rodaje de El joven Lincoln. El guion de Lamar Trotti ha sido dinamitado, pulido y finalmente aprobado por el bueno de Ford. La tarde está cayendo y tienen, al fin, la luz baja de tormenta que tanto ha preocupado al equipo técnico. De repente, aparece Henry Fonda con traje y sombrero alto y comienza a subir por esa pequeña colina. No es un actor y no es una película. Por unos segundos, el mismísimo Abraham Lincoln ha regresado a la tierra, «de entre los muertos», y una cámara ha captado su presencia. Secuencias como esta dan la razón al célebre director.

Existen otros intérpretes cuyos andares igualmente podrían haber sido objeto de las alabanzas del gran maestro. John Wayne, su álter ego por excelencia, tenía una manera de marchar por aquellos paisajes del lejano oeste inimitables. Avanzaba por esas ciudades de polvo por medio de pasos firmes y algo cansados, como si su tronco, ligeramente inclinado, estuviese sujetado por dos columnas salomónicas a punto de desvanecerse. Por sus caderas subía y bajaba el cinturón con el revólver en un extraño juego que rebajaba el gesto serio del gigante de Iowa y lo convertía en un ser algo más asequible para los espectadores. Tienen una amplia filmografía para contemplar sus movimientos. Yo hoy me quedo con Río bravo y su forma de deambular de un lugar a otro en ese peligroso poblado con una Angie Dickinson enrocada en los altares de madera.

Solo ante el peligro (Fred Zinnemann, 1952)

Solo ante el peligro (Fred Zinnemann, 1952)

Otro peso pesado con una forma de caminar admirable era Gary Cooper. Gary era mucho más que una estrella. Cuando se habla de la época clásica, su nombre nos obliga a hacer una larga pausa. Basta con verlo recorrer algunos metros de metraje para tomar una idea de su enorme presencia. Así, sin palabras, únicamente contemplando sus alargadas y elegantes zancadas en perfecta armonía con el movimiento de sus brazos, uno se sabe en buenas manos, con un tipo capaz de enfrentarse a una banda de maleantes como en Solo ante el peligro, o de ir a buscar a una maestra hasta el mismísimo infierno como en El hombre del oeste. Si, además, en su camino se cruzaba Audrey Hepburn, que levitaba a varios centímetros del suelo, la armonía estaba más que garantizada. Vean los últimos minutos de Ariane en la estación de ferrocarriles de Paris si tienen dudas. No he presenciado un paseo en compañía más sentimental en el tiempo que llevo ejerciendo la cinefilia.

Algo más tarde apareció en la versión almeriense del oeste de Hollywood un tal Clint Eastwood. Digamos que sus piernas heredaron toda la historia antigua de aquellos ‘gentelmen’ del celuloide. Yo no soporto los denominados ‘spaghetti western’ que puso en órbita Sergio Leone, pero fue la presentación al mundo de Eastwood y es el origen de gran parte de su cine. Como cowboy, policía o tipo duro en general, el actor lleva más de cinco décadas pisoteando la cartelera y dejando sus huellas en la resolución de una buena colección de episodios oscuros. Las rondas de Harry Callahan por San Francisco, la entrada de William Munny en el saloon de Sin perdón o la huida de Frank Lee Morris de la cárcel de máxima seguridad de Alcatraz son algunos buenos ejemplos del tamaño de la horma de sus botas. Aunque lo más extraordinario es que, a pesar de sus noventa años, el actor continúa filmando a ese hombre de cadencia atlética y rostro de pocos amigos. Un caso insólito en este club privado dedicado a hacer películas.

Río Bravo (Howard Hawks, 1959)

Río Bravo (Howard Hawks, 1959)

Dentro de esta enorme escala de grises se sitúa, al otro lado del tablero, Fred Astaire. Mientras escribo estas líneas he vuelto a algunas de sus escenas más aplaudidas y no tengo muy claro si andaba como si estuviese bailando, o bailaba como si estuviese andando. En cualquier caso, yo no he visto a nadie con tanta magia en los zapatos. Sus pasos son hipnóticos, desde los tímidos taconeos del principio en sus coreografías, hasta sus sutiles e inexplicables saltitos con los que daba forma y sentido a cualquiera de sus inolvidables números musicales. Por cierto, Ginger Rogers, su inseparable pareja de baile, tenía uno de los peores andares que se le han visto a una actriz. Cuando se apagaban las orquestas, se transformaba en una suerte de cowboy que arrancaba de cuajo su espontaneidad y belleza. Ironías cinematográficas.

Termino estas notas con Charles Chaplin. Pese a todos aquellos que intentan borrarlo del mapa, aún no ha existido nadie con su gracia. Solo con sus piernas arqueadas vestidas con aquellos pantalones harapientos y con sus pasos atolondrados, la comedia disparatada ya estaba garantizada. De todas sus meteduras de pata, yo siento especial predilección por La quimera del oro con ese pie vendado que da sentido al resto del metraje después de cenarse su propia bota. Ahí dentro está la esencia de su genialidad y es un ejemplo infalible de cómo a algunos les surge el cine con el simple hecho de andar.