Murcian@s de dinamita

Pedro Cano, pintor de sentimientos

El pintor blanqueño Pedro Cano. | ANA MARTÍN

El pintor blanqueño Pedro Cano. | ANA MARTÍN / Por PASCUAL VERA

Pascual Vera

Pascual Vera

Si uno visita los Museos Vaticanos hay un momento en el que frente a un impresionante cuadro de Bacon puede observar otro igualmente impresionante, éste de un pintor murciano: Pedro Cano, que él tituló El abrazo, protagonizado por el Papa Juan Pablo II y el que fue su director espiritual, el cardenal Stefan Wyszyinki, una obra que tuvo ocasión el propio artista de entregar al mismísimo Pontífice, lo que da idea de la consideración que se tiene internacionalmente del artista blanqueño.

Desde el estudio de Pedro Cano se domina todo el pueblo de Blanca: los abigarrados tejados coronan un lugar que parece detenido en el tiempo, el río y esa sugerente huerta cuya feracidad ya fue cantada por los primeros árabes. Solo los tañidos de la campana de una iglesia cercana se atreven a romper, de cuando en cuando, un silencio que invita al recogimiento y al trabajo creativo. Una luz tamizada irrumpe a través de unas grandes cristaleras para iluminar la última adelfa que Pedro Cano está empeñado en hacer visible, extrayéndola del papel donde se encontraba prisionera e invisible. Era su último trabajo cuando lo visité hace años en su estudio.

Pedro Cano se impregnó de aquella naturaleza incluso antes de nacer, y la ha llevado consigo a todo el mundo. Sus colores, sus formas, la carnalidad que sabe insuflar a sus creaciones son rasgos que han sobrevivido a otras culturas, a otros parajes, a otras civilizaciones. Por más que de todos los lugares en los que ha estado haya tomado este viajero impenitente una suerte de halo vital que ha llevado a sus obras.

Pedro Cano parecía predestinado a dedicarse a lo que ha constituido su pasión desde siempre. Las telas de la tienda familiar lo introdujeron en un esplendoroso mundo de color antes de saber prácticamente hablar. Aquella caja de lápices de colores que le regalaron a los diez años, con los que comenzó a garabatear el pequeño universo que le rodeaba, la buena maestra que supo ver en aquel niño unas cualidades excepcionales, sus profesores de la Facultad de Bellas Artes madrileña, los viajes por Oriente y Occidente… Todo un universo y un tapiz entretejido de hechos y sucesos que acabó conformando la obra -también la vida, alguien sabe dónde empieza una y dónde acaba la otra?- de este pintor.

El artista aprendió desde muy niño a ser curioso. Tuvo la suerte de tener dos abuelos que incentivaron su imaginación: sobre todo Jesús Cano, el zurdo, que tenía una relación muy curiosa con África y contaba a aquel Pedro Cano niño unas historias muy exóticas que hacían vibrar sus sentidos de Infante. De alguna manera, inoculó esa curiosidad del viaje que ha acompañado a Pedro Cano durante toda su vida. Aquella curiosidad, que no hizo más que acrecentarse con el paso de los años, fue quizás la motivadora de que Pedro se adentrara más y más en el camino del arte, haciendo nacer en él la necesidad imperiosa de expresar sus sentimientos y convertirlo en el autor de esas imágenes casi imposibles que parecen detener el tiempo y el espacio y a las que el espectador se queda, indefectiblemente, atrapado.