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Carmen Baena, enamorada de su paisaje natal

Universidad de Murcia

Carmen Baena. |  L.O

Carmen Baena. | L.O / Por PASCUAL VERA

Pascual Vera

Pascual Vera

Alguien afirmó que el paisaje en el que creces te habla de una forma tan contundente como nadie más lo hará. Esto le ocurrió a Carmen Baena en su niñez en Guadix, en una de aquellas casas cueva en las que se han refugiado, vivido y fraguado sueños los niños de muchas generaciones, niños que, como la propia Carmen, vivieron ya para siempre proyectando sus propias sombras vitales alrededor de aquellos paisajes luminosos, abiertos y rodeados de montañas.

La primera condición de un paisaje para serlo es su capacidad para hablar de lo más profundo sin otra palabra que la impresión que produce su visión en los sentidos de quienes lo habitan. A Carmen Baena le hablaron cuando no era más que una niña con ganas conocer mundo, pero con la necesidad de llevar en sus retinas aquellos espacios abiertos a los que se acostumbraron desde que nació.

Cuando a la niña Carmen Baena le preguntaban qué quería ser de pequeña, ella lo tenía claro: aquellas hojas que emborronaba con sus primeros dibujos la delataban. Su vida se convirtió en un apostolado artístico en el que la misión última era mostrar, gritar a los cuatro vientos aquellos horizontes que la vieron dar sus primeros pasos en la vida.

Carmen puede esculpir en hierro o mármol, dibujar, sugerir con cualquier material, hacer collages o tejer con hilos paisajes. Su inspiración es la naturaleza, sobre todo aquella que conoció de niña. Sus paisajes son retazos del alma, y los suyos crearon y cobran vida en su obra.

En la pequeña localidad de Belerda de Guadix, mientras su padre araba la tierra y su madre se encargaba de las interminables tareas domésticas, Carmen se embelesaba con la naturaleza: bebía agua de fuentes sin grifo, cuidaba de sus cabras y jugaba con gallinas, conejos, perros y gatos mientras se extasiaba con el blanco de la montaña –Sierra Nevada al fondo– o el amarillo del trigo que se veía desde su casa-cueva en un horizonte completo y circular. Toda su obra procede de ahí.

Afirma Carmen que quiere transmitir el carácter sagrado de la naturaleza, que formamos parte de ella. En realidad, toda su obra es un grito: la necesidad de cuidar la naturaleza, porque el daño que le infrinjan, indefectiblemente, nos lo estaremos haciendo a nosotros mismos y a nuestros hijos.

Por eso, como proclaman sus obras, tenemos la necesidad vital de arborecer, de fundirnos con la naturaleza. Ella lo muestra con 1001 formas, utilizando a veces esa geometría que dicen no existe en la naturaleza más que como puntos de fuga para rellenar vacíos y perspectivas, pero a los que ella acude para generar un armazón de lo que no es más que un caos.

Ya en la facultad comenzó a hacer unos paisajes sagrados, místicos, dotados de un centro y un eje que unía cielo y tierra. A veces aparecían unas líneas formando un círculo dorado, esa fue la base de su línea escultórica, después apareció el bordado sobre lienzo. En un momento determinado, Carmen descubrió que el hilo le posibilitaba muchas formas de expresión. Hasta llegar a su última etapa, con lienzos y formatos más grandes y la utilización de acrílicos de fondo, unos colores en plena eclosión de verdes, rojos y amarillos que le recuerdan aquellos campos de trigo que alimentaron su mirada de niña.

Vista su obra con perspectiva podemos afirmar, como hace ella misma, que en realidad su obra siempre ha hablado de su territorio, de aquellos primeros 11 años en los que la naturaleza de Belerda se encarnó en ella para siempre en aquel impresionante barranco.