viajes a ninguna parte

Sobre los ángeles de Hollywood

Los pájaros con alas de metal han prtoganizado su propio papel en el cine. Sus vuelos cinematográficos son proezas, libertad y adrenalina.

¡Viven! (Frank Marshall, 1993)

¡Viven! (Frank Marshall, 1993)

No debía tener más de siete u ocho años cuando se estrenó ¡Viven!, aquella película sobre el equipo uruguayo de rugby cuyo avión se estrelló en la cordillera de los Andes. Todo el mundo a mi alrededor hablaba de aquella historia y yo me sentía la persona más desgraciada del planeta porque mis padres no me dejaban verla. «No estás preparado», «es muy fuerte para ti», «tal vez el próximo verano»… y así noche tras noche durante las primeras semanas que el título se mantuvo en cartelera. Recuerdo que una mañana de domingo me levanté dispuesto a hacer saltar por los aires la gran armonía que reinaba en casa. Después de misa, llamé a mi madre desde una cabina y le dije que estaba decidido a quebrantar sus aranceles cinematográficos. No le di tiempo a responder. Colgué el teléfono y me escondí en una fila del cine, temblando, más preocupado por las posibles represalias que por aquel episodio de canibalismo que estaba a punto de presenciar.

¡Viven! me pareció una aventura extraordinaria. Lejos de ese terror prometido por mis mayores, lo que vi fue una verdadera historia de amistad en aquellas montañas nevadas. Nunca olvidaré la manera en la que los más fuertes se hacen cargo de los más débiles.

He vuelto a ella algún tiempo después y esa selección de rugby con Ethan Hawke a la cabeza sigue en plena forma anotando ensayos a pesar de los miles de metros de altura. En cuanto a mis padres, digamos que la sangre no llegó al rio. Confío en que hayan sabido perdonarme.

Después de ¡Viven! tuve que esperar a El aviador de Martin Scorsese para tomar consciencia de lo grandiosos que pueden llegar a ser los aviones. Puede que la película tienda al exceso, no creo que sea lo mejor que nos ha dado el tándem Scorsese-Di Caprio, pero toda la parte de la aviación está contada de una forma deslumbrante. En el momento en el que su protagonista logra volar el H-4 Hercules, uno se levanta de la butaca y no puede menos que volverse loco al observar la envergadura de ese gigante metálico atravesando las nubes de Hollywood.

El aviador me abrió, además, las puertas de Howard Hughes, una de esas águilas imperiales que reinaban en aquella industria pre-code. Ángeles del infierno es una buena aproximación a su obra. Hacia la mitad del metraje hay una escena escalofriante que define a la perfección los límites de una guerra. Una noche, bajo un azul eléctrico, un zeppelín alemán es asediado por unas avionetas enemigas. La única escapatoria posible pasa por deshacerse de parte de la tripulación. La frialdad con la que los soldados aceptan la orden y se precipitan a tierra es desoladora y uno comprende un poco mejor ciertas cosas sucedidas a esas alturas cuando es el demonio quien mueve las hélices.

En ese ‘infierno’ también se movían los aviadores de Alas. Cuesta trabajo creer que en 1927, aun en la época silente, se pudiese filmar con semejante precisión. Ni siquiera la evolución de los efectos especiales de nuestros días desprende la autenticidad de esta pieza de arqueología. Alas tiene, por otro lado, el honor de haber prendido la mecha de los Oscar. En 1928 se hizo con el premio a la mejor película en el Roosevelt Hotel de Los Ángeles. El resto, ya saben, es historia del cine.

Aunque, si se trata de echar a volar el espíritu cinematográfico, en primer lugar se posiciona Solo los ángeles tienen alas. Si yo hubiese reunido el valor suficiente como para ser piloto, me hubiese gustado formar parte de esa brigada especial de mensajeros en el espeluznante puerto de Barranca. Con permiso de Jean Arthur y de Rita Hayworth, me quedo con la escena final entre Cary Grant y Thomas Michel. Espero no revelarles nada. Thomas ha sufrido un accidente aéreo y se ha roto el cuello. Está en tránsito, con un pie y medio en el otro mundo, y aun así le quedan fuerzas para conversar con su amigo. «Es como si hiciese algo por primera vez», le dice, «como cuando volé solo por primera vez». Dudo mucho que exista una descripción de la muerte tan contundente y bella al mismo tiempo. Da una última calada a un cigarrillo y se esfuma toda su vida.

Antes de poner fin a este vuelo fílmico quisiera hacer una pequeña escala en Nueva York, posiblemente la ciudad que ofrece mejores vistas desde la ventanilla de un avión de pasajeros. La he sobrevolado en varias ocasiones y siempre me ha impresionado contemplar toda esa colección de rascacielos desde las alturas. Allí arriba permanecen las huellas de King Kong en la cumbre del Empire State con ese escuadrón aéreo perforando su pecho de gigante a golpe de metralleta.

Clint Eastwood también posó sus ojos sobre el cielo de Manhattan para llevar al cine aquel extraño episodio en el que un piloto se vio obligado a aterrizar en el rio Hudson salvando la vida de todos los pasajeros. Sully no se encuentra entre mis debilidades, pero reconozco la tensión en el juicio cuando Tom Hanks debe recrear lo sucedido en el simulador de vuelo. Hablo mucho de esa escena con Antonio Núñez Gimeno, un amigo casi tan loco por la aviación como cualquiera de los nombres mencionados arriba. Hemos intentado repetir la hazaña de Sully en el Flight Simulator de su casa y yo nunca supero el edificio Chrysler. Es, definitivamente, una proeza no apta para cardíacos.

De esta manera me despido de ustedes. Ha sido un placer pilotar este vuelo cinematográfico. Abro la escotilla y me lanzo al cielo en llamas de este mes de julio. Nos vemos en tierra, o eso espero.