Murcian@s de dinamita

Luis Leante, funambulista literario

Luis Leante.   | INMA G. PARDO

Luis Leante. | INMA G. PARDO / Por PASCUAL VERA

Pascual Vera

Pascual Vera

Llevad cuidado si os cruzáis con Luis Leante, porque, a pesar de su aire de sabio despistado –sabio alto donde los haya, vive dios–, como quien no quiere la cosa, va tomando nota mental de todo lo que ocurre a su alrededor. Y a veces, me consta, también nota amanuense para incluirlas en los múltiples sucedidos que recoge en sus escritos como con afán de glosador ecuménico o de porfiador doméstico, que parecen muy distintos pero que vienen a ser lo mismo. Tras la prolija recopilación los hace formar parte de sus excelentes novelas o, como mínimo, de esos cuentecitos que escribe, con el gracejo que le caracteriza, en Facebook. Así que nadie os garantiza que, si os cruzáis con él, no os haga formar parte de esa galería de personajes que integra su cada vez más vasta y excelente obra.

Uno se imagina a este funambulista de la literatura, como se define él mismo, con los ojos y el bloc de turno abiertos para ir recogiendo ideas destinadas a sus novelas. Sus escritos son de este mundo, pero también de universos ajenos que él levanta de la nada o de la vida, que a veces son casi lo mismo. Cuando confesaba a sus alumnos su admiración por los funambulistas (del latín funambŭlus, de funis, ‘cuerda’, y ambulāre, ‘andar’), es decir, las «personas cuerdas que tienen los pies sobre la tierra, pero que un día, con la vida resuelta, deciden renunciar a la seguridad del suelo y subir al cable de acero para hacer equilibrios mientras luchan por no caer y despachurrarse vivos». Es traducción libre del propio Leante que él comentaba a sus alumnos en una curiosa definición de sí mismo.

Hace años que Luis Leante decidió renunciar a esa vida de base sólida y acomodaticia que era la enseñanza, para solaz y regocijo de sus crecientes seguidores, con el fin de dedicarse a pajera abierta –contundente y murcianísima expresión– a la literatura.

Su amigo Raimundo aparece con frecuencia en esos cuentos con que nos obsequia en Facebook a sus incondicionales y que supone un trasunto del amigo imaginario de ciertas infancias que él coloca a su antojo en sus historias. Su amigo Raimundo vale para un roto y para un descosido, lo mismo arroja una botella de agua en un parque como acto de rebeldía ante un inminente fin del mundo, que inquiere al propio Luis –los amigos están para eso– la explicación de un refrán en plena madrugada, o se va a Madrid a cambiar de aire y, de paso, a cortarse el pelo, asistiendo insospechadamente a un improvisado ensayo de un monólogo cómico. O queda con él para ver un partido de fútbol televisado con 30 años de retraso, o se enfada porque el amigo real del amigo imaginario no es capaz de distinguir la diferencia entre azul claro y azul turquesa.

Lo que es cierto es que Luis Leante, en su versión real o ficticia, vive una realidad paralela que solo existe en su magín y es capaz de trasladarla a esos escritos que construye con retazos de vida –tanto da que sea real como vicaria, lo que no deja de ser imaginada– para construir esos escritos tan apegados a la realidad más cotidiana y tan ausentes de ella a un tiempo que es siempre su literatura.